viernes, 2 de mayo de 2008
El hombre que sabía demasiado
“El viernes pasado, 16 de abril de 1943, me vi obligado a interrumpir mi trabajo en el laboratorio a mitad de la tarde. Tuve que volver a casa agobiado por una extraña inquietud y un persistente mareo. Me acosté con la sensación nada desagradable de estar intoxicado y con la imaginación extremadamente estimulada. Con los ojos cerrados (ya que la luz del día me parecía demasiado brillante), y en un estado de ensoñación, pude observar un torrente de figuras calidoscópicas de todos los colores tomando formas fantásticas. Después de dos horas, ese estado se desvaneció”.
El eminentísimo químico suizo Albert Hoffman trabajaba en aquella primavera de 1943 en la posible utilidad de los alcaloides del cornezuelo para el tratamiento de la cefalea y la hemorragia post parto. Doctorado en la universidad de Hochschule en Zurich, con una tesis bajo el brazo que describía por primera vez la estructura química de la quitina, Hoffman fue enviado al laboratorio central de la compañía farmacéutica suiza Sandoz en Basilea, en la división de drogas naturales. Aquella tarde de viernes de 1943, en ese mismo laboratorio, Hoffman accidentalmente inhaló vapores o absorbió por vía cutánea lo que resultó ser dietilamina de ácido lisérgico o LSD 25.
El químico, asombrado por la alteración de su estado de ánimo, decidió sabiamente dar un paso adelante y realizar un nuevo experimento con la sustancia, con el fin de “evaluar en profundidad sus posibles efectos y aplicaciones”. Con varios compañeros de investigaciones de testigos, Hoffman ingirió 250 mcg de tarato de dietilamina de ácido lisérgico, lo que ingenuamente pensaba que resultaría una dosis diminuta. Hoffman estableció la dosis pensando en cantidades relativas a otros alcaloides similares. Sin embargo, como apunta el imprescindible escritor y drogólogo Antonio Escohotado en su imprescindible Historia General de las Drogas, el LSD “era el más potente psicofármaco descubierto con gran diferencia, cuya dosis debía morirse en millonésimas de gramo o gammas; una mota prácticamente invisible producía lo que el psiquiatra W. A. Stroll llamó ‘una experiencia de inimaginable intensidad”..
Después de administrarse semejante dosis, Hoffman se vio severamente impedido para hablar y comportarse con naturalidad. El mundo a su alrededor tomó una apariencia extraña, inquietante, diferente, bonita, colorida, brillante, divertida. Desde luego, el eminentísimo doctor no tenía ni puta idea del descollante viaje de ácido lisérgico que se acababa de meter pal cuerpo. Asustado por la experiencia, Hoffman pidió a su ayudante de laboratorio que le acompañara a casa. En el camino de vuelta casa, y subido en su bicicleta (el medio de transporte más utilizado en la época, no olvidemos que estamos en plena Segunda Guerra Mundial), el LSD empezó a mostrarse en toda su intensidad. Mientras Hoffman pedaleaba frenético, sentía que la bici había perdido la movilidad o, simplemente, que el mundo se había detenido. Como si The Piper at the gates of dawn sonara en la mítica escena bicivoladora de ET, Hoffman mitificó para siempre la bicicleta como vehículo lisérgico por excelencia y vivió en sus propias carnes el primer videoclip psicodélico de la historia.
Ya en su hogar, y aparentemente sólo, Hoffman llegó a temer por su salud mental. La cantidad de ácido que corría por las venas del bendito químico era suficiente como para volver locos a todos los caballos del derby de Kentucky, así que presumiremos que como experiencia piloto, el pelotazo resultó descomunal. Así que después de pensar, según Wikipedia, “que un demonio había invadido su cuerpo, que su vecina era una bruja y que sus muebles le estaban amenazando”, llamó a un médico, que al no saber qué podía estar sufriendo le recomendó acostarse. Tumbado en la cama, el señor Hoffman fue incapaz de dormir durante horas. Pero el temor a la locura se disipó y, en sus propias palabras, “imágenes fantásticas” empezaron a aparecer frente a sus ojos. Después de una maravillosa experiencia extrasensorial, Hoffman consiguió finalmente dormir y despertó, a la mañana siguiente, con una agradable sensación física y psíquica. Aunque se encontraba un poco cansado, el doctor no sintió los desagradables efectos secundarios propios de otro tipo de intoxicaciones (la etílica sin ir más lejos). El eminentísimo doctor salió al jardín de su casa y disfrutó del esplendor de la primavera, el dulce aroma de las flores y de los cegadores rayos de sol. Más tarde, su desayuno le supo “inusualmente delicioso”. Seguramente con restos de LSD todavía en el cuerpo, Hoffman volvió al trabajo con la sonrisa del gato de Alicia en el País de las Maravillas.
Todo esto ocurría en la Suiza neutral de la Segunda Guerra Mundial, que vivía restricciones propias del conflicto (como la de vehículos de gasolina, favoreciendo el uso de la bicicleta), pero ajena, en cierta medida, a la suerte sangrienta que habitaba el resto del continente. Hoffman continuó sus experimentos en un puesto fronterizo de alta montaña. Vistos los efectos que la sustancia provocaba en la mente, el químico pronto pensó en la posible aplicación del medicamento a fines psiquiátricos. Por lo visto, la psiquiatría volvía a tomar reputación en Suiza después del descrédito que le acarreó el auge del psicoanálisis. Con la ayuda de Sandoz, la sustancia pasó a ser bien conocida por el gremio de psiquiatras suizos, pasando a comercializarse, más tarde, como “remedio contra todo tipo de problemas mentales”. De hecho, muchos psiquiatras, como el doctor Humpfrey Osmond, investigaron la posible aplicación de la sustancia a la rehabilitación de alcohólicos con un éxito nunca igualado hasta la fecha: “después de un año, la mitad de los pacientes no habían vuelto a probar un trago”.
Los sesenta cambiarían para siempre la percepción social y política de la sustancia descubierta por Hoffman. Los movimientos juveniles de los años 60 popularizaron el consumo de la sustancia. Los gobiernos occidentales la prohibieron y demonizaron. Hoffman, que había definido esta droga como “medicina para el alma”, sintió amargamente las medidas políticas que se tomaron en contra del LSD, amén del descrédito mediático, impulsado igualmente por los políticos. Aunque admitió que podría ser peligroso en según qué manos. De nuevo Escohotado apunta que la CIA propuso a Hoffman realizar experimentos con la población de países enemigos, líderes como Fidel Castro incluidos. Y supongo que a eso es lo que se refería el bueno de Albert cuando hablaba de “malas manos”.
El humanista (y no estamos hablando de sectas)
El mismo Escohotado siempre ha considerado a Hoffman como un “humanista, además de químico”. Hoffman sentenció que “en la historia de la humanidad nunca ha sido tan necesaria una sustancia como el LSD. Simplemente se trata de una herramienta para transformarnos en lo que supuestamente debiéramos ser”. En 1977, diez años después del verano del amor, Hoffman, que ya contaba con 71 años, compadeció ante una multitud en el aula magna de la Universidad de California en Santa Cruz. Vestía traje gris y corbata. Después de una clamorosa ovación, Hoffman tomó la palabra y sentenció “temo decepcionarles. Quizá esperaban un gurú. En vez de ése se les presenta un químico”. Efectivamente, Hoffman explicó en clave química su trabajo con el LSD y la mente humana. Pero el transfondo de su exposición iba más allá de los límites de la química.
Varios años después, de nuevo en California, Hoffman inauguraba la fundación de libros relacionados con “estados de conciencia alterada” bautizada con su nombre. Con estas palabras comenzaba su speech: “Se preguntarán cómo un químico puede atreverse a tocar el problema filosófico fundamental de la realidad. (...) Pero la realidad se vincula en el habla al mundo material externo, al mundo de la materia, y la ciencia de la materia es la química. A nivel personal, añado que hace precisamente cincuenta años sinteticé una substancia que influye profundamente sobre la experiencia de la realidad”. Efectivamente, debajo de su piel de químico había un convencido humanista. Alguien que iba a promocionar la sustancia que había descubierto por las bondades de su química, no por mera propaganda contracultural.
“Lo necesario es que cada cual busque dentro de sí una experiencia propiamente mística, la experiencia de la vida en su unidad. (...) Llamo místico al maravillarse, a la plenitud de sentido que nos embarga porque sí, quizá ante algo insignificante, a veces, hasta el punto de hacernos llorar de alegría. Mi primer recuerdo de una emoción así viene del final de la infancia, mientras cruzaba el bosque por un camino ya recorrido muchas veces. La percepción rutinaria cedió a una unidad donde la luz, los aromas, los ruidos y las cosas brillaban armoniosamente. Experiencia mística es sinónimo de belleza”.
Con estas palabras se expresaba Hoffman en la genial entrevista que concedió a Escohotado y que fue originalmente publicada en el número 13 de la revista El Paseante y rescatada, varios años más tarde, para el especial de 2002 “Psiconautas ilustres”, de la revista Cañamo. Estas visiones extáticas que Hoffman había experimentado de joven seguramente le determinaron para que aquel 19 de abril protagonizara el primer viaje de LSD oficial de la época moderna. Según él mismo comentó a Escohotado: “hace falta tiempo para prepararse adecuadamente, y más tiempo aún para asimilar la experiencia (de LSD, claro). Habré hecho unos treinta ensayos”. El suizo siempre creyó que la sabia utilización de las drogas que arrojaran “estados alterados de consciencia” podría ayudar a conocer mejor los entresijos de la indescifrable mente humana.
El pasado martes 29 de abril, Hoffman murió de un ataque al corazón a los 102 años. Guasíbilis le dedica cada uno de los post lisérgicos que se publicarán estos días y le desea, como no, un viaje feliz, ahora que para siempre podrá vivir en sus bien conocidas doce dimensiones perceptuales.
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