jueves, 30 de junio de 2011
Punky Reagge Summer
Los aunténticos punks no abandonan la ciudad en verano. En el sofocante (o más bien nublado) verano londinense de 1977, The Clash tuvieron la oportunidad de compartir estudio con su ídolo, el productor jamaicano Lee "Scratch" Perry, que solo un año antes había publicado su trascendental álbum ‘Super Ape’. Scratch se había dejado caer por la ciudad para unirse al campamento de Bob Marley, que se había instalado en la capital británica después de que un grupo de pistoleros hubiera atentado contra su vida en su mansión de Hope Road en Kingston. En aquel verano, el álbum debut de los ingleses ya llevaba varios meses en la calle y su versión de ‘Police & Thieves’, interpretada originalmente por Junior Murvin y compuesta por Perry, ya había llegado a los oídos del fundador de los míticos estudios Black Ark.
Tal vez nunca se llegará a hacer justicia con la importancia que tuvo esa versión en la escena musical posterior. Aunque Eric Clapton, Paul McCartney y los Rolling, que habían incluido un versión de ‘Cherry Oh Baby’ en su disco de 1976 ‘Black & Blue’, ya hubieran jugado con la síncopa del reggae, The Clash fueron los verdaderos embajadores blancos de Jamaica en el mundo occidental.
El libro ‘Passion is a Fashion: The Real Story of The Clash’, escrito por Pat Gilbert (del que procede gran parte de la información utilizada para este post) recordaba un encuentro en un pub entre los Sex Pistols y los Clash, que habían decidido sumar los sonidos que venían de Jamaica a su repertorio. En palabras de Joe Strummer, “los Pistols no consideraron que aquella fuera una buena idea, pero nosotros pudimos ver el potencial de combinar el reggae con lo que nosotros hacíamos para conseguir algo todavía más poderoso”. Con esa decisión, los Clash no sólo habían mostrado al punk (que acabaría fagocitándose en cuestión de un par de años) una salida redentora, sino que habían interpretado perfectamente la esencia política que empapaba la música jamaiquina de la segunda mitad de los 70.
Mientras las tensiones políticas en Jamaica dejaban cientos de muertos en las calles y estaban a punto de costarle la vida al rey Marley, la comunidad negra londinense (descendiente en su mayoría del Caribe) se batía con la policía en las revueltas de los carnavales de Notting Hill de 1976, en las que habían participado Joe Strummer y Paul Simonon.
Aquellos disturbios habían inspirado ese himno punk titulado ‘White Riot’, una invitación a la juventud blanca a ocupar un puesto en la línea del frente de las revueltas que prendían en los guetos de las grandes ciudades de Occidente. Del otro lado del Atlántico, sobre las mismas fechas, los guetos de Kingston enviaban sus propios mensajes de alarma: ‘State of Emergency’ de Joe Gibbs, ‘War Inna Babylon’ de Max Romeo o la misma ‘Police & Thieves’. Había un lenguaje de lucha común entre la música que llegaba de Jamaica y el punk que barría las ciudades británicas, y The Clash iban a estar allí para hacérselo saber al mundo.
Precisamente, los caminos de Lee Perry y The Clash se encontraron en los estudios de Island Records en Basin Street, muy cerca de donde había prendido la mecha de los disturbios de Notting Hill. Mickey Foote, técnico de sonido en los directos de los ingleses y productor de su primer álbum, también estuvo presente en aquel mítico encuentro: “Lee Perry estuvo increíble. Fuimos hasta el estudio y acabamos fumando Dios sabe qué. The Clash estaban realmente excitados. Perry no podía creer que esos chavales blancos estuvieran cantando sobre reggae y escribiendo canciones sobre los mismos temas, el asunto de la política. No podía creerse ese crossover. Pensaba que era fantástico. Nos dijo que había hablado sobre ello con Bob Marley, y que Bob estaba escribiendo una canción en la que iba a aparecer nuestro nombre. ¡Bob Marley estaba escribiendo una canción sobre los Clash! Le preguntamos si quería trabajar con nosotros en un par de canciones y el dijo que sí”.
Las sesiones de grabación tuvieron lugar en los estudios Sarm Street, ubicados en una vieja casa victoriana de Osborn Street, el lugar del primero de los asesinatos de Whitechapel en 1888. Los lamentos de las víctimas de Jack The Ripper atrapados en el tiempo se mezclaron, aquellas tardes del verano de 1977, con los rugidos de ‘The Prisoner’, ‘White Man in Hammersmith Palais’ (que quedó inacabada), ‘Complete Control’ y una versión del ‘Pressure Drop’ de Toots and The Maytals .
Para la cara A del single que resultaría de aquellas dos sesiones, Perry elaboró una mezcla dub de ‘Complete Control’ que el grupo desestimó por su escaso valor comercial. Una decisión tal vez desafortunada (vista con el beneficio del tiempo), que varios hombres cercanos a The Clash tratarían de justificar años después. Roadent -roadie de Clash, Pistols y Siouxsie & The Banshees- aseguró que “su mezcla era una jodida gozada. Era como en el álbum ‘The Upsetter’, ese LP cubierto por brumas y niebla, y que superpone capas y capas. Era como quedarte enmarañado en el sonido, pero hubiera sido inaccesible para la mayoría de la gente. Así que Mickey Foote lo retocó”.
Foote también está de acuerdo en que la mezcla de Perry era “alucinante”, pero –en sus propias palabras- “era demasiado profunda, ponía demasiado énfasis en las notas más bajas. Era demasiado grave, con demasiado eco. Así que remezclé la canción y subí las guitarras. Pero no la volvimos a grabar”. Una pena que Strummer y compañía no consideraran, al menos, dejar la versión perruna para la cara B del single.
El single con 'Complete Control' en la cara A y 'City of The Dead' en la cara B llegó a las tiendas el 23 de septiembre de 1977. Aquel fue el primer sencillo de los Clash que llegó al top 30 en el Reino Unido. 'Complete Control', además, fue incluida en la versión americana del álbum ‘The Clash’, y Lee Perry fue acreditado como productor. El resto de las canciones paridas aquellos días de verano en Whitechapel (‘The Prisioner’ y ‘Pressure Drop’) se pueden escuchar en el recopilatorio de 1992 ‘Super Black Market Clash’, versión expandida del EP homónimo. La mezcla de Perry, por lo que me consta, sólo existe en la memoria de los supervivientes de aquel encuentro interestelar.
Lee Perry, que nunca había trabajado en una mesa de mezclas tan grande, cobró 2.000 libras por las dos sesiones de grabación que condujo. De paso, se llevó un pequeño tesoro de sus nuevos amigos blancos, la palabra “rubbish” (basura). Los que vivieron aquella grabación recuerdan al menudo productor bailando y haciendo movimientos de kung-fu al grito de “rubbish, rubbish, rubbish”. De vuelta a Jamaica, Scratch concedería a The Clash el honor de ser los únicos músicos blancos dibujados en las paredes de sus estudios Black Ark.
Meses después, Bob Marley grabaría ‘Punky Reggae Party’, esa canción dedicada a The Clash, The Jam y demás muchachada punk, que serviría como cara B del single ‘Jamming’. Lee Perry, por supuesto, firmó como productor de aquel tema que, años más tarde, serviría para titular un LP de los vitorianos Potato, una de las muchas bandas que se formaron en todo el mundo al rebufo de aquel hermanamiento entre reggae, punk y calle que había liderado The Clash.
Pero no salgamos de la capital británica. Cuatro años después de aquel verano -y dos discos de The Specials mediante- Madness cerraba su tercer álbum, ‘7 ’ (1981), con 'Day On the Town', un paseo estival por la ciudad del Big Ben. Su última estrofa rezaba: “Summer in London, the weather man said / Waking up late, got to get out of bed / So much to do, got to go everywhere / A day on the town and not pay the fare / Riots in London”. Ellos no lo sabían, pero estaban narrando las raíces de su propia historia. Disturbios, reggae y un verano en Londres. Policías y ladrones. Jamaica se había instalado para siempre en el ADN de la música callejera de la Gran Bretaña.
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lunes, 27 de junio de 2011
viernes, 24 de junio de 2011
Era Rocksteady
Jamaica es una puta de la que no puedes escapar. Puedes pasarte años en habitaciones de colegas decoradas con posters de Bob Marley fumándose porros que no le caben en la boca, pero nunca serás capaz de descifrar lo que te espera si cruzas la línea del más célebre wailer. En mi caso, el ska me hizo cruzar la frontera Marley, esa que divide la obra de Robert Nesta del resto de música pergeñada en esa pequeña isla antillana. El impulso de un grupo de skinheads simpáticos con los que compartí micrófonos en una radio y, más tarde, la curiosidad de saber quién había detrás de los temas originales que The Specials, The Clash y Kortatu convirtieron en salivazos punk me llevaron al otro lado. A esa primera calada de papel de plata que acabaría derivando en una seria adicción.
Estas últimas semanas he estado saqueando toda la información que existe en la red sobre la era rocksteady. Si ustedes escriben, conocerán esa necesidad que de vez en cuando te empuja a planear pequeños grandes retos. Post que alimenten tu famélico blog, relatos que siempre acaban a medias o ese reportaje que te va a procurar fama y dinero. Un reto, al fin y al cabo, que te obligue a sentarte frente a la pantalla y sumirte en ese bello trance de teclear compulsivamente.
El bendito rocksteady me tiene enrocado entre los años 1966 y 1968 de la corta pero intensísima historia musical jamaiquina. ¿Les gusta Bob Marley, pero nunca se han molestado en saber lo que hay al otro lado? Pues tengan cuidado si empiezan, porque cuando empiecen a conocer los nombres y las historias de Duke Reid, Coxsone Dodd, Tommy McCook, Lynn Taitt, Lee Perry, Phyllis Dillon y Alton Ellis, por sólo nombrar algunos, no sabrán si alguna vez podrán escapar la tentación de seguir escarbando entre información y acumulando conocimientos potencialmente inútiles.
De momento, sólo les diré que el rocksteady, melosa forma de congeniar con el soul americano de mediados de los 60, llegó cuando el ska, frenético y simple, ya era una sólo una página caduca en la cambiante historia de la música jamaiquina. Los estudiosos han especulado con muchas razones para el cambio de tempo, desde el calor a las amenazas de los señores del gueto, pero la única realmente cierta podría ser la asombrosa voracidad de la exigente audiencia jamaicana, que odiaba asistir a fiestas con las mismas canciones de siempre. Bueno eso y la altísima densidad de músicos y productores virtuosos capaces de transformar los anhelos del público en pequeñas joyas de dos minutos y medio.
El rocksteady tuvo una vida corta e intensa. Su reinado acabaría siendo suplantado por los dreadlocks del reagge. Pero enfrentarse a esos dos años y medio de la historia musical de un país con el tamaño de Asturias no es cuestión de un par de tardes. Son tantos nombres, tantas teorías, tantas leyendas, tantas incógnitas, que a uno le da la sensación de que podría quedarse para siempre en ese lugar y ese tiempo. La recolección de datos, afortunadamente, acabó hace varios días y, después de perder el miedo a escribir mal todos esos datos acumulados con esfuerzo y cariño, ha llegado la hora de poner negro sobre blanco todo lo aprendido.
Tendrán más noticias del rocksteady, pero de momento les quiero dejar con la música e imágenes de un viaje del que para mí todavía no ha acabado. Espero que si nunca se atrevieron a cruzar la frontera de Bob Marley, les pueda contagiar al menos algo de curiosidad.
Lista con el rocksteady más granado de Spotify (salvo alguna rara excepción, todas estas canciones se grabaron en Jamaica entre los años 66 y 68).
Jamaica Goes Soul: Versiones jamaiquinas de clásicos soul (de cualquier época y en constante expansión)
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sábado, 18 de junio de 2011
domingo, 5 de junio de 2011
miércoles, 1 de junio de 2011
Too far gone
“El mundo que conocíamos ya no existe”
Lo zombi es el western moderno (o el western para modernos). Un género de historias más grandes que la vida misma, épicas como finales de la Copa de Europa. Los Muertos Vivientes es la gran historia de Rick, un poli que despertó de un coma en un mundo totalmente diferente al que había conocido. El clásico escenario donde los muertos, que son masa, caminan y se alimentan de los vivos. Cuando comprende la situación, Rick se enfunda de nuevo el traje de poli, se arma hasta los dientes y sale en busca de su esposa Lori y su hijo Carl.
El volumen número 13 de Los Muertos Vivientes acaba de ser deglutido al ritmo que el resto. Bien lo sabe mi cartera, que ha visto como los 7,5 euros caían como pequeños días de la marmota sobre la mesa del contador de mi tienda de cómics de confianza. Sin embargo, cada penique ha merecido la pena para continuar el viaje por la selva en que se ha convertido nuestro planeta, ahora que no caben más muertos en el infierno.
A estas alturas, no sé cómo van las cuentas, pero la tierra fue conquistada por los zombis hace bastante más de un año en el universo Walking Dead. Y como advertía su guionista, Robert Kirkman, en el apasionado prefacio que dedicó a su obra, ahí reside la madre del cordero. Como el Malkovich que se introduce en Malkovich y luego ve todo Malkovichs, Los Muertos Vivientes explora la posibilidad más remota. Cómo reacciona la civilización, o sus restos, a una plaga tan colosal.
Por lo demás, ya conocen de sobra los ingredientes de las aventuras (de zombis): acción a raudales, violencia por un tubo, muertes a granel, mucho drama y conversaciones absolutamente trascendentales. Es lo que tiene la supervivencia y, pensándolo bien, su galería de personajes. Como McNulthy, Rick sólo es uno más en un mundo muy jodido. Pero no querría hablar del resto, por si todavía queda alguien que no sepa todavía cuánta felicidad cabe en las miles de páginas ya escritas de la historia. Además, siempre está bien aprender un poco de teoría. Nunca se sabe lo cerca que puede quedar el Apocalipsis.
Lo zombi es el western moderno (o el western para modernos). Un género de historias más grandes que la vida misma, épicas como finales de la Copa de Europa. Los Muertos Vivientes es la gran historia de Rick, un poli que despertó de un coma en un mundo totalmente diferente al que había conocido. El clásico escenario donde los muertos, que son masa, caminan y se alimentan de los vivos. Cuando comprende la situación, Rick se enfunda de nuevo el traje de poli, se arma hasta los dientes y sale en busca de su esposa Lori y su hijo Carl.
El volumen número 13 de Los Muertos Vivientes acaba de ser deglutido al ritmo que el resto. Bien lo sabe mi cartera, que ha visto como los 7,5 euros caían como pequeños días de la marmota sobre la mesa del contador de mi tienda de cómics de confianza. Sin embargo, cada penique ha merecido la pena para continuar el viaje por la selva en que se ha convertido nuestro planeta, ahora que no caben más muertos en el infierno.
A estas alturas, no sé cómo van las cuentas, pero la tierra fue conquistada por los zombis hace bastante más de un año en el universo Walking Dead. Y como advertía su guionista, Robert Kirkman, en el apasionado prefacio que dedicó a su obra, ahí reside la madre del cordero. Como el Malkovich que se introduce en Malkovich y luego ve todo Malkovichs, Los Muertos Vivientes explora la posibilidad más remota. Cómo reacciona la civilización, o sus restos, a una plaga tan colosal.
Por lo demás, ya conocen de sobra los ingredientes de las aventuras (de zombis): acción a raudales, violencia por un tubo, muertes a granel, mucho drama y conversaciones absolutamente trascendentales. Es lo que tiene la supervivencia y, pensándolo bien, su galería de personajes. Como McNulthy, Rick sólo es uno más en un mundo muy jodido. Pero no querría hablar del resto, por si todavía queda alguien que no sepa todavía cuánta felicidad cabe en las miles de páginas ya escritas de la historia. Además, siempre está bien aprender un poco de teoría. Nunca se sabe lo cerca que puede quedar el Apocalipsis.
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