viernes, 25 de febrero de 2011

En la camiseta como Leo lleva el 10

No sólo de villanos vive el hip hop. Muy de vez en cuando, entre rimas, ritmos, bombos y cajas se cuela algún hombre bueno. Kase O es uno de ello; además del mejor maestro de ceremonias del rap español. La leyenda dice que el chaval, nacido en el 80, comenzó a jugar desde muy joven con eso de rimar sobre instrumentales. Que se subió a la ola que el rap provocó en Zaragoza a principio de los 90 -antes de lo que supiera lo que era un porro, un litro, un o un chocho- y pronto empezó a mirar desde lo más alto al resto de sus competidores. He escuchado que visitaba jams prehistóricas, recién estrenada la adolescencia, y que compensaba su juventud soltando las mayores barbaridades rimadas que puedan imaginar. En una de aquellas fiestas le debió de ver Albert Plá, que le reclutó para hacer los coros en una canción de su ‘Veintegenarios en Alburquerque’ (1997).

Con 13 años sacó su primera maqueta. Con 19, el que probablemente sea el mejor maxi del hip hop español de todos los tiempos (con permiso del primero de 7 Notas 7 Colores). En la primera canción, Mierda, también protagonizó el beef más mítico de nuestra escena. Para entonces, ya le cubrían las espaldas los otros tres Violadores del Verso.

En 2003 (o 2004) le vi acabar un concierto con una improvisación que pareció eterna y que, si de mí dependiera, lo hubiera sido. El pasado viernes tuve la oportunidad de verle acompañado de Jazz Magnetism, con los que lleva girando los dos últimos años. La cita fue histórica para mí y comprenderán que me encuentre tan erecto como el célebre burro rumano.

Aquí les dejo con 10 de mis temas favoritos de Javier Ibarra, un tipo con cintas de esas que uno ha de llevar vaya donde vaya. Un nombre que necesariamente acaba saliendo en todas las conversaciones de los aficionados al rap español. Un hombre bueno que ha encerrado en sus versos buena parte de los últimos diez años de mi vida. Jah, bless…

Mierda: Aunque nunca he sabido exáctamente quién tiró la primera piedra, el catalán Metro no escogió el mejor momento para responder a Kase O en una canción. Aquellos versos despertaron a la fiera, que se encerró en el estudio para devolver este pepinazo de casi 10 minutos con parte final especialmente "dedicada" al MC de Geronación. Canción entre canciones en esto del rap español, Kase O decidió ahorrarse la estrofa de Metro en los directos, detalle que le honra.



A solas con un ritmo: En el top 5 de canciones que más veces he escuchado.



Soy de Aragón: Así se las gastaba el raper en su segunda maqueta, Dos Rombos, que llegó a la calle en 1995.



A mí no me lo cuentes: Temazo de jarkor sucio muy anterior a la conversión de Zatu en villano del hip hop patrio. Detalles como el de la "paellera de Villarriba" dan cuenta de la edad de la tonada.



Pásatelo: Acompañado de La Puta OPP (la canción pertenece a su disco Chanelance) y de Jazz Two. La estrofa es cortita, pero merece la pena sólo por el verso de "libre como el viento y el verano".



: Publicada en el recopilatorio 'Zaragoza Realidad', no es una de las canciones más conocidas de Violadores. Tiene un mensaje que me mola mucho, sin embargo. El asunto de la fé, idea común en las letras del maño, obstinado en cultivar la motivación del oyente. Muy indicada para ir escuchando con los puños apretados camino del curro.



En el cielo no hay alcohol: Aparte de muchas otras cosas, el rap es competi, muchachos. Y, en ese terreno, pocas canciones escritan en español superan en este. El tema se incluyó en el primer disco de Jotamayúscula, en el segundo Javi cantó la también fantástica Ke no hay alcohol.



Algo de Jazz: No merece la pena escuchar el tema hasta el final. Muy flojo Erik B, que acogía en su disco a Kase O y Lírico. El primero rapea bellas líneas de amor. Oh yeah.



Javat y Kamel: No comment.



Línea de 4: Colaboración de Violadores del Verso en el 90 kilos de Frank T. Y aquí pasada por la batidora de los magnéticos.

viernes, 18 de febrero de 2011

Cuando el sol cae a Poniente y fumo en mi habitación por Demian



No sé por qué, pero a veces me da por pensar en blanco y negro. Se van los colores y me quedo en color sepia, me quedo en humo y sombra. Me acuerdo de personas que nunca conocí y toco notas que no estoy seguro de haber escuchado. Todo esto sucede o sucedió en algún momento de mi imaginación y algún punto de esta realidad. Son coordenadas que no acabo de ubicar, son locuras que no acabo de escribir con nitidez.

A menudo me siento en un bordillo de la calle, es casi como desaparecer. De repente uno recobra la visión de un niño, es una manera de hacerse invisible. Abrazo con fuerza mis rodillas y levanto la vista evitando ser pisoteado. Yo antes escribía a mano y veía mi futuro en las cenizas de mis cigarrillos, en mi vieja habitación, donde un calendario sigue congelado en septiembre de 1999. Sobre papeles viejos, amarillos y polvorientos hay anotados sueños que ya se cumplieron.

Ahora busco un horizonte, un nuevo horizonte, una nueva esperanza, un nuevo duelo de honor, un nuevo anhelo. Y lo busco en el viento porque en el viento viven los antihéroes, el contrapeso de los líderes y la razón de los pobres. Muchos surcos de buena música en mil tierras distintas resuenan en mi cabeza cada mañana, hasta que vuelvo a despertar en la calle. No sé si tengo la sensación de haber soñado que paseaba por estas calles pero estoy seguro de haberlas imaginado.

Me remito a lo que tantas veces he dicho para acabar tachando la historia, echándote de menos en cada lágrima, en cada golpe de corazón, en cada suspiro sobre los espejos. Mi estómago se ríe cuando vuelvo a verte, cuando te encuentro en cada tecla. Casi puedo decirte algo sin mirarte. Me resisto. Me resisto a pensar que algo que pueda decir sea una mentira.

Me pierdo, y no encuentro un punto de apoyo. Y en ese momento, cuando creo que no hay nada tras la cortina descubro que sí es verdad, que si estás ahí, y cuando me sonríes mi alma se ríe. Y esta es la lucha de cada día, vivir lo verdadero y rociar con gasolina las mentiras que alguien me dijo.

Me gusta el cine y el cine es conflicto, la vida es conflicto, las relaciones humanas son un conflicto, las miradas de algunos son un conflicto, las minifaldas y los burkas son un conflicto. Escribo en estas líneas lo que toneladas de odio no han podido sepultar. Con mi espada de damocles he cortado cabezas a derrotados mercenarios, muertos vivientes, y la cosa es complicada. Pero la vida como el Hip-Hop, está llena de villanos.

La batalla de cada amanecer me resulta tan divertida como conseguir que una llamada, un gesto o un beso que no has dado vuelva a tus manos. Tanto como todo lo que quiere decir la palabra esperar. Cada vez que me tomo una copa con mis recuerdos y en ese instante tú tocas en mi puerta, siento que valió la pena empezar a contar esta historia.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Bienvenidos al club

Como muchos otros, algunas de las noches más divertidas que recuerdo viendo basket por la tele las pasé acompañado por Andrés Montes y su escudero, el gran Antoni Daimiel. Montes, lo reconozco, nunca me gustó narrando fútbol. Siempre pensé que su estilo de onomatopeyas, motes y homenajes a la cultura popular le iba mucho mejor a la rapidez del basket, con sus triiiples, piedras y pinchos de merluza. Y sobre todo al basket americano (porque el europeo y de selecciones siempre fue territorio de Pedro Barthe). La NBA en los 90 eran Jordan, Stockton y Andrés Montes contándole a Daimiel que la noche anterior había probado el helado sabor pistacho del minibar del hotel. O Andrés Montes ahuyándole a la luna que en el intermedio del All-Stars estaban pinchando el Let's Get it On de Marvin Gaye.

En los días de su temprana y triste muerte, encontré la entrevista que realizó en el programa La Terraza de Radio Nacional y que pueden escuchar más abajo. Ahí Andrés habla de su pasión por la música de toda la vida: el soul, el rock y esas cosas. La mixtape que les presento es simplemente la cara A de una cinta que pretendía homenajear al negro de la pajarita. No tiene nada de Prefab Spout, porque eso creo que eso iba para la segunda cara, pero como él, yo también creo que Steve McQueen es uno de los mejores discos de pop de todos lo tiempos.



miércoles, 9 de febrero de 2011

Una galaxia no tan lejana

“Life just isn't like the movies, is it? We're constantly led to believe in resolution, in the establishment of the ideal status quo, and it's just not true. Happy endings are a myth designed to make us feel better about the fact that life is just a thankless struggle.” Tim Bisley

No seguir adelante con una tercera temporada de Spaced probablemente ha sido una de las decisiones artísticas más coherentes en lo que llevamos de siglo. Spaced es la perfecta serie de culto, y ni siquiera le hubiera hecho falta una segunda temporada para ostentar este título. Sus creadores –astutos cineastas que supieron ponerse en el papel de su audiencia- ya consiguieron ese logro con el séptimo y último capítulo de la primera temporada.

Con el discurso que encabeza nuestro post, extraído de ese mismo capítulo, el triángulo formado por Simon Pegg, Jessica Stevenson (actores protagonistas y guionistas) y Edgar Wright (director) consiguió cuadrar el círculo del producto de culto destinado a gente de nuestra clase y condición. Xabibenputa describía a la perfección el tipo de personas a la que me refiero, en un post bien reciente, cuando se refería a “cierto aspecto asqueroso de mi mismo y de mi generación: La vida real no nos gusta y decidimos no tener una”.

La idea no es nueva, pues también la utilizó Palahniuk en El club de la lucha: “Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. (…) Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos”.

No estoy tan seguro de que haya una relación clara entre lo que Benputa y Palahniuk trataban de explicar, pero yo he querido ver al menos cierto paralelismo entre sus palabras y el discurso que Tim soltó a Daisy en el pub, después de comprobar que sería imposible reavivar la llama del amor con la chica que le había roto el corazón. En ese momento final, Tim pone negro sobre blanco la idea espiritual de Spaced, una sitcom sobre jóvenes que viven una existencia que no es la de ellos (porque es una mierda), sino la de los protagonistas de esas películas, discos, tebeos y programas de televisión que alguna vez les hicieron sentirse especiales.

Concebida como una mezcla entre “los Simpsons, Doctor en Alaska y Expediente X”, Spaced cuenta la vida de Tim Bisley y Daisy Steiner (dibujante wannabe y escritora wannabe, respectivamente), dos amigos post-adolescentes sin vivienda perdidos en el tránsito a la madurez, que tienen la folla de encontrar un piso cojonudo, a un precio más que razonable, en una bonita casa del Norte de Londres. Con una única pega, para acceder al alquiler tendrán que hacerse pasar por pareja (como en esa película sí, Matrimonio de conveniencia).

Rodada en formato cine y de forma exquisita por el director de Scott Pilgrim Vs. The World (el tipo ya prometía), Spaced no deja de ser un producto similar a los que Kevin Smith nos entregó a principios de los 90, sustituyendo las bromas de tetas y culos por finas dosis de humor inglés. Aquí también hay homenajes a la Guerra de las Galaxias, excepcionales líneas de guión, videojuegos, porros de yerba y un universo único de personajes impagables: el loco por las armas que no pudo entrar en el ejército (al menos en el que cuenta) y que intentó invadir París con un tanque, la niñata estúpida que trabaja en el mundo de la moda (una lavandería), un artista pretencioso, un perro listillo, una casera alcohólica y su rebelde hija adolescente, de la que poco sabemos más que el nombre.

Pero además, un discurso que debería sentar como un puñetazo de realidad en la cara de su entregada legión de fans, pues nos recuerda eso tan cierto de que la vida no es como las películas y que los finales felices son un mito. Un discurso que ya coronó a la serie como referente para una generación, la nuestra, que hemos vivido semanas en el motor de un autobús, hecho nuestras frases que habíamos oído en alguna película y visto nuestra vida como una extensión de alguna novela gráfica de Peter Bagge. Después hubo una segunda temporada, no tan gloriosa seguramente como la primera, y más tarde, el lamento de los que hubieran querido que la cosa hubiera llegado aún más lejos. Sin embargo, con la disolución de Spaced, ganamos a tres solistas (o no tanto) tan solventes como Simon Pegg, Nick Frost y Edgar Wright, probablemente uno de los directores jóvenes más inspirados del momento. Ahí nos han dejado, por el momento y entre muchas otras, Shaun of the dead y Hot Fuzz, y pronto nos traerán Paul. Más material masturbatorio para gente como nosotros, personas que se hacen blogs para hablar de los dibujos que veían de pequeños. Más películas con finales felices para hacernos olvidar que lo ingrata que a veces es la realidad.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Tú a Essex y yo a Barry Island

Hablar de Gavin & Stacey es diferente que hacerlo del resto de series de humor (británicas o no) que he visto y me han gustado. Hay una historia personal que me une a esa serie, y quizá cuando uno habla de series que le gustan no debe entretenerse en asuntos propios. Pero cuando uno tiene un blog, al final siempre acaba hablando de sí mismo y, en cualquier caso, la anécdota es lo suficientemente jugosa como para comenzar el post que le debía a esta britcom y a todos ustedes, que alguna vez se pasaron por aquí y hubiera querido ver alguna nueva cosa escrita.

Durante marzo y abril de 2007 estuve viviendo en Cardiff y, durante todo ese tiempo, trabajé como botones en el hotel Park Plaza. Algún tiempo después, de vuelta en España, me reencontré con un pariente político (e inglés) con el que pude departir de música, cómics y series de televisión. Le hablé de mi pasión por Fawlty Towers, The Office, Spaced y Peep Show; y él me recomendó apasionadamente Gavin & Stacey. Es diferente, me dijo. Una de esas series que aprendes a disfrutar, a medida que conoces a los personajes. Y tan apasionadas fueron sus palabras que ese mismo día, cuando llegué a casa, me puse manos a la obra.

La sorpresa fue (y ahí va el asunto personal), que yo conocía ya a todos esos personajes. A los actores, en realidad. Al elenco inglés de la serie, que se había alojado en el hotel en el que había trabajado durante mi estancia en la capital de Gales. Ustedes pensarán que es una estupidez, pero eso me hizo sentir algo especial de inmediato con la serie. Porque yo había visto a Larry Lamb, Mathew Horne, Alison Steadman y James Corden transitar los pasillos del hotel durante meses. Les había visto llegar los domingos por la noche e irse los jueves por la tarde. Había entrado en sus cuartos (con esas llaves mágicas que abren todas las puertas de un hotel) para llevarles la ropa que ellos habían dejado en el servicio de lavandería. Había programado sus wake-up calls y había dejado frente a las puertas de sus habitaciones el periódico a primera hora de la mañana. Les había entregado guiones de una serie que no conocía y de la que me acabaría enamorando, y en ocasiones había compartido saludos y alguna conversación casual.

Gavin & Stacey es una de tantas series hijas de The Office y de la nueva ola de la comedia televisiva británica. Grabada como si se tratara de cine (en exteriores y con una sola cámara), ésta no es una comedia de frases recurrentes y risas enlatadas. Más bien, otro de estos productos parcos en carcajadas, más cercanos al drama travestido de comedia. A medida que uno fue quemando capítulos, la apreciación de la persona que me la recomendó fue tomando más sentido. Gavin & Stacey es comedia, comedia de la buena. Y las carcajadas llegan, pero no hasta que uno conoce bien a Gavin, Stacey, Nessa, Smithy y el imprescindible tío Bryn.

Imaginen dos oficinas, pongamos una en Madrid y otra en Muskiz. Imaginen dos empleados, un chico y una chica (uno de aquí y la otra de allí), que a medida que hablan por teléfono de cosas del trabajo y de otras ajenas al trabajo, acaban enamorándose. Enamorándose de sus voces y de la imagen que cada uno tiene del otro a través de la línea telefónica. Pues eso es Gavin & Stacey. Un chico de Essex, suburbio de gente bien muy cercano a Londres, y una chica de Barry Island, pueblecito costero cercano a Cardiff ubicado en una isla anclada en algún momento kitsch de la década de los 70, con sus atracciones de palo y su ridículo mini golf para turistas de clase media baja.

Gales, lejano oeste

La trama comienza, como cada capítulo, con una llamada telefónica entre los dos protagonistas que dan nombre a la serie; la última antes de su primer encuentro. Evidentemente, no les desvelo nada si les cuento que la llama del amor prenderá y que pronto habrá planes de boda entre ambos, porque si fuera de otra forma no tendríamos serie. Pero no es la historia de amor el punto central de la serie o, por lo menos, no el más atractivo para mi gusto. La clave de Gavin & Stacey no son ellos, Gavin y Stacey, sino la colisión de sus dos mundos, separados por los corsés que imponen la clase social y la nacionalidad, pero obligados a encontrarse y entenderse. Dicho esto, no me importa decir que los supuestos protagonistas son los más aburridos del plantel, en el que brilla su genial abanico de secundarios.

Hay mucho drama que cortar, como ven. Drama que, precisamente, es el que conduce a la comedia, pero que viste a ésta de un fondo que no tenían las comedias de antaño. En Gavin & Stacey brillan los arcos argumentales de cada personaje. De hecho, son que hacen avanzar la serie. Aquí no podemos esperar que, como en el resto de sitcoms, las vidas de los personajes acaben, al final de cada capítulo, en el mismo sitio en que empezaron. Hay una trama, plagada de múltiples subtramas (como en los culebrones), pero al final te acabas riendo. Es una comedia compleja, podríamos decir. Como decía un poco más arriba, una comedia heredera del estilo que The Office impulsó a principios de este siglo.

Facilita que todo esto funcione las características clásicas de la comedia inglesa: temporadas cortas (6 o 7 capítulos) y un círculo cerrado de escritores, que por supuesto también ejercen de actores: James Corden –Smithy- y Ruth Jones –Nessa-, los mejores amigos de Gavin y Stacey, respectivamente. Después de dos gloriosas temporadas (la emisión comenzó en BBC Three y pasó a BBC Two y BBC One según fue consolidándose), el tándem pretendió cerrar el círculo con un glorioso Christmas Special que pretendía atar cabos y darle un sentido final a la historia. Sin embargo, hubo tercera temporada motivada, mucho me temo, por el estrepitoso fracaso de crítica y público del show de sketches creado por Corden y Mathew.

Sería un detalle que la serie no fuera más lejos de donde llegó al final de la tercera temporada, precisamente por eso que decía de que el drama es el conductor del producto. Seguir echándonos risas a expensas de los arrebatos infantiles de Smithy y de la homosexualidad latente del tío Bryn (demasiado ingenuo como para darse cuenta) exigiría nuevos conflictos que, seguramente, no irían a la zaga de los que ya fueron puestos encima de la mesa.

Y ahora que ya acabo, y que casi alcanzo el final de la segunda página de Word, pienso que podría haberme ahorrado la historia personal con la que comenzaba el post (que seguramente no interese a nadie). Pero quería que comprendieran que me es imposible juzgar la serie como a los padres les es imposible juzgar el talento de sus hijos pegando patadas a un balón. Y por esto, puede que el que, de alguna forma, me sienta parte de ella, reste valor a la pasión que he intentado poner en este post. Aún así, espero que la vean y la disfruten tanto como yo. Pero, como a mí me dijeron, les supondrá un trabajo. Sin embargo, una vez conozcan los dos mundos, tal vez también entiendan esas palabras.