martes, 26 de febrero de 2008

En el motor del autobús


Hace unas semanas recibía un email de mi primo, el señor Newandyke, a propósito del estreno de la cuarta temporada de Lost. Entre otras muchas cosas, me comentaba su opinión acerca de la posible relación entre los viajes en el tiempo y una posible explicación global de lo que ocurre en esa maldita isla del Pacífico Sur:

“Igual tiene algo que ver con una experimentación de hacer que 'desaparezca el tiempo', en el sentido de que todo pasado, presente y futuro converjan como al leer un texto. Todas las palabras están escritas, y las leemos del principio, por el medio y el final. Pero todo el contenido está ahí en cualquier momento. El tiempo es cómo los humanos accedemos a una información, de forma lineal”.

Esta bonita explicación me hizo pensar inmediatamente en el Doctor Manhattan y especialmente en su creador, el escritor británico Alan Moore, guionista de cómics tan magníficos como V de Vendetta, From Hell, Watchmen y La liga de los hombres extraordinarios. Pero, hablando de viajes en el tiempo, hay una pequeña obra de arte firmada por Moore y el dibujante argentino Oscar Zárate, la novela gráfica Un pequeño asesinato, que a menudo pasa desapercibida entre los seguidores del guionista británico. El libro en cuestión no se trata ni mucho menos de una de sus obras menores y, curiosamente, trata muchos de los temas más recurrentes de guasíbilis en su primer mes de existencia: la niñez perdida, los cínicos años 80, la cultura popular, los viajes en avión...

Esta aventura también comienza con un viaje en avión.


En vez del mítico Delorean, Moore y Zárate, utilizaron el avión, el tren, un viejo coche, una bicicleta y las piernas del protagonista de A Small Killing, Tim Hole, para deslizarse adelante y atrás en el tiempo. Hole es un hombre producto de la época en la que vive, un exitoso creativo publicitario inglés que reside en el Nueva York de finales de los 80 y que, después de cuatro años, tiene planeado pasar sus vacaciones de vuelta en su Sheffield natal. Sin embargo, hay demasiadas cosas en su cabeza que no le permiten disfrutar. La compañía de refrescos para la que trabaja le ha encargado el mayor reto de su carrera: diseñar la campaña para Rusia. Y mientras su cabeza no deja de dar vueltas a la idea que haga vender millones de bebidas con burbujas a gente que ha crecido en la cultura del comunismo, tiene que soportar el resquemor emocional provocado por una tonta colección de huevos rotos. Hole no imagina que su viaje está apunto de convertirse en una pesadilla (retrospectiva) através de sus recuerdos más embarazosos, dolorosos. Y todo por culpa de un niño de mirada aviesa y crueles intenciones, que le perseguirá en su viaje trasatlántico.


Un Pequeño Asesinato narra dos viajes paralelos en el tiempo y el espacio. Uno físico y progresivo: el trayecto desde Nueva York hasta Sheffield, con escala en Londres. Y otro interior y regresivo a través del pasado de Tim Hole, que identifica épocas de su vida con emplazamientos geográficos: Nueva York es el presente (1985 – 1989), Londres el pasado cercano (1979 – 1985) y, por último, el pasado remoto de Sheffield en dos épocas diferentes; la adolescencia y paso a la madurez (1964 – 1979) y la infancia en los viejos edificios (1954 – 1964).

El tiempo en este relato, igual que en la explicación dada por el señor Newandyke, es un todo absoluto al cual accedemos a través de nuestra consciencia. El pasado no deja de existir por el hecho de quedar atrás, sino que forma parte integrante de nuestra persona y circunstancias. Puede ser revisado, y las viejas imagenes volver a quemar en las retinas, como la primera vez que vimos su cuerpo desnudo, y las viejas sensaciones alterar otra vez nuestro ritmo cardiaco, como la segunda vez que vimos su cuerpo desnudo. El pasado queda atrás, pero es posible hacer el camino de vuelta, y los recuerdos entrañables, como los viejos fantasmas, volver a la vida, por mucho que queramos enterrarlos, olvidarlos, hacerlos desaparecer.


De vuelta a Londres, camino de Sheffield ("la ciudad roja").

Como Homer después de comer aquellos chilis ultrapicantes cocinados por el Jefe Wiggum, Hole acaba sumergido en un viaje interior en el que deberá curar las heridas que sus pequeños asesinatos dejaron abiertas. Pero no se confundan, los crímenes de esta pequeña maravilla hecha tebeo no tienen nada que ver con sangre, vísceras, pistolas o cuchillos. Los “small killings” de Moore y Zárate hablan del fin de la inocencia, de los pequeños y grandes pecados que perpetramos conscientes de nuestros actos, de los principios vendidos al mejor postor, la integridad subastada, la traición a lo que fuimos, a lo que hablaba acerca de nosotros, lo que nos definía, lo que nos diferenciaba, lo que creíamos, nuestros amigos, la primera chica a la que dijimos "te quiero" con el estómago hecho un nudo, nuestros principios. Lo que abandonamos por una vida incierta y diferente, más cómoda pero menos satisfactoria, menos auténtica, menos real.

Un pequeño asesinato cuenta que el pasado forma parte de nuestra historia y que siempre permanecerá en algún rincón oscuro de nuestra azotea vital, por mucho que intentemos maquillarlo, falsearlo, negarlo... para poder sentirnos mejor. Narra que todos tenemos un espíritu guía con el que tendremos que rendir cuentas, la persona que fuimos y a la que, un día, estrangulamos mientras dormía. Y que el olvido sólo es el mayor de los engaños, la mayor de las traiciones. Es imposible esconder para siempre al fantasma de las navidades pasadas. Algún día tendremos que hacerle frente, mirarle a los ojos, pedirle perdón, acabar para siempre con él o dejar que él acabe con nosotros.

El tortuoso camino de la redención.

Un Pequeño Asesinato fue publicado en 1991, pero a España no llegaría hasta 2002 de mano de la Colección Trazado de Planeta Agostini. Es un libro imprescindible para todos los seguidores de Alan Moore y una fantástica opotunidad para descubrir el dibujo de Óscar Zárate. El universo simbólico y las sorprendentes estructuras narrativas del primero quedan perfectamente asimiladas por el dibujo expresionista de tonalidades oníricas del segundo. Además, la edición de Planeta está complementada con "Pequeña anatomía de un asesinato", un epílogo salpicado de consideraciones explicativas de los autores una década después, firmado por Jaime Rodríguez, editor español de la obra, y por una fantástica introducción del autor Carlos Sampayo. Para un análisis milimétrico de la obra consulten este extenso ensayo de Tebeosfera.

sábado, 23 de febrero de 2008

Welcome to the house of fun


Una introducción (no tan pequeña)


Cuenta el humorista inglés John Cleese que, por encima de cualquier otra cosa, lo que más le gusta en la vida es reír y que, seguramente, las noches más felices de su vida las pasó en el National Theatre del Southbank londinense, viendo farsas y retorciéndose de risa en la butaca. “Cuando eres adolescente, hay veces que ríes tanto que duele y quisieras parar, pero no puedes. Es una sensación maravillosa que se va perdiendo con la edad”, confesaba un risueño Cleese en la memorable entrevista que concedió para la edición en DVD de Fawlty Towers, que nos va a servir de mucha ayuda en el transcurso de este post. Esta sitcom es la protagonista de este primer capítulo dedicado a la comedia televisiva británica.

Cleese siempre estuvo interesado en la comedia. De pequeño devoraba las telecomedias norteamericanas más clásicas de los 50 y los comedy shows de la BBC radio; siempre con un pequeño cuaderno entre las manos para apuntar las mejores bromas. Más tarde, formó parte de reputados grupos de teatro en la universidad, pero nunca pensó seriamente dedicarse al show business. Su familia no lo hubiera aprobado. Sin embargo, después de una actuación en Cambridge, donde estudiaba derecho, dos desconocidos en traje oscuro y corbata le propusieron trabajar como guionista para la BBC. “Se habían dado cuenta de que escribía mi propio material”, recuerda Cleese. “Además podía vender lo de aquel trabajo a mis padres, porque era la BBC y eso significaba un plan de pensiones, era como ser funcionario. Y, desde el punto de vista del dinero, en la BBC me pagaban 30 libras por semana, mientras que hubiera ganado unas 12 trabajando como abogado. Y yo no estaba muy ligado a la abogacía”.

El matrimonio Cleese escribiendo desde recepción.

Para 1975, John Cleese había reescrito la historia de la comedia televisiva junto al resto de Monty Python en el histórico show de sketchs Flying Circus. Pero sintiendo que la fórmula se había agotado, Cleese decidió abandonar el barco. Cuando abandonó el grupo (televisivamente hablando), “lo único que sabía era que quería trabajar con Connie Booth”, que por aquel entonces era su mujer. Jimmy Gilbert, responsable de Light Entertainment de la BBC, le sugirió inmediatamente que volviera con una idea para rodar un piloto. Tras una charla de 20 minutos, el matrimonio Cleese decidió ambientar el proyecto de una sitcom en un hotel de Torquay, una pequeña ciudad costera del sur del condado de Devon, “la riviera inglesa”.

Evidentemente, había una historia al respecto. “Habíamos ido a Torquay (los Monty Python) y nos hospedamos en el fabuloso Gleneagles Hotel, dirigido por un tal Mr Sinclair”, cuenta Cleese con una gran sonrisa. “Él era el hombre más maleducado que he conocido jamás. Era maravilloso. Los demás Python no pudieron aguantarle y se marcharon al Hotel Imperial”. Sin embargo, John y Connie decidieron quedarse en el Gleneagles, completamente fascinados por el hombre más desconsiderado que habían visto en la vida. “Un día estábamos cenando”, continúa Cleese, “y Terry Gilliam estaba comiendo como lo hacen los americanos. Cortan toda la carne, dejan el cuchillo a un lado, cogen el tenedor con la mano derecha y van pinchando los cachitos”. Cuando Sinclair, que pasaba por allí, se fijó en las extrañas maneras de Gilliam, “un gesto de incredulidad cruzó su cara” y con su voz más grave y reprobatoria le espetó, “en este país no comemos así”. En otra ocasión, Eric Idle, que se había dejado su maletín en la puerta principal del hotel, descubrió que el peculiar hostelero había dejado sus pertenencias detrás de un muro de piedra en el jardín. Cuando pidió explicaciones a Sinclair, éste confesó que últimamente había tenido “algún problema con los trabajadores". El nuevo proyecto de John Cleese era encarnar a Sinclair en la tele. Había vida más allá de Python para él y se llamaba Basil Fawlty.

La sonrisa es totalmente forzada.

El increíble señor Fawlty

El cruce entre John Cleese y el señor Sinclair, Mr. Fawlty, es el corazón, el hígado y el sistema nervioso de la extraordinaria sitcom Fawlty Towers. Como su alter ego real, Basil es el ser humano más despreciable, cínico, maniático, descarado y antipático del planeta. Pero posee un fino, aunque nada refinado, encanto humorístico que le otorga cierto halo de divinidad guasíbilis. Cleese supo encontrar el registro perfecto para dar vida en la pantalla a este indeseable pero entrañable empresario hostelero del Sur de Inglaterra. Un personaje bien burro, sin el menor respeto por ninguna norma social que no esté directamente impuesta por el vil dinero.

Porque Mr. Fawlty odia su trabajo y a los pobres desgraciados que tuvieron la mala suerte de reservar una habitación en su casa. Basil es una rata desquiciada que desprecia, insulta, grita y humilla a sus clientes, a no ser que estos pertenezcan a la clase alta. Como a otros muchos bastardos de su estilo, tiene la manía de atascar su lengua entre aquellos que pudieran mejorar su escala social. Pero su caótica personalidad le hace perder fácilmente el control de la situación. Fawlty tiene una facilidad espantosa para meterse en líos y generar malentendidos de los que intenta escapar con mentiras que le hunden en lo más profundo del pozo de la sinvergüenza y el descrédito.

Lo juro, yo no he sido.

Entre tanto, su existencia no puede ser más miserable. Su mujer, Sybil, a la que odia y teme a partes iguales, le impide hacer todo aquello que a él le gusta, como apostar en las carreras de caballos, practicar sexo o sacar los ojos de algún cliente coñazo con el tenedor del pescado. Y el resto de personas que le rodean, bien por su senectud, por sus vagos conocimientos de inglés o por querer sacar partido de los servicios por los que pagan, le sacan literalmente de sus casillas.

El objetivo de cada uno de los doce episodios que componen la vida de Fawlty Towers se acaba convirtiendo en hacer reír sometiendo a este pobre diablo a un constate estado vital de ataque de nervios. “Nos sentíamos como Dios jugando con la vida de ese hombre”, recuerda Cleese. “A veces pensábamos qué es lo que le íbamos a hacer después y nos reíamos al pensar, ‘pobre hombre’. La comedia es como el drama. La diferencia sólo es una cuestión de solidarizárte con la gente que sufre u observarles desde un poco más atrás para reírte de sus desgracias”.

Pero hay algo curioso al respecto, el público adora a Mr. Fawlty y, de alguna forma muy difícil de explicar, desearía que el pobre director de hotel se saliera alguna vez con la suya. Su creador lo resume con estas palabras: “Basil es un hombre horrible porque no tiene ningún interés en otros seres humanos como tales. Para él o bien son objetos de mofa y desprecio, o una oportunidad para mejorar su posición social (...). Tan pronto les halaga como les humilla. Ahí se puede ver lo cabrón que es (...). Pero lo extraño de la comedia es que cuando un personaje terrible hace reír, la gente acaba sintiendo simpatía por él. Si se tuvieran que sentar a su lado durante cinco minutos no podrían soportarlo. Pero piensan que, como les hace reír, en el fondo es bueno. Y no lo es”.

El diablo en persona

Girl Power


Como en muchas otras comedias televisivas, la sensatez y la cordura en Fawlty Towers es propiedad exclusiva del sector femenino del reparto principal. Aunque no se podría hablar precisamente de sensatez en el caso de Ms. Sybil Fawlty, la pobre desgraciada que un buen día decidió casarse con esa acémila de Basil. Lo primero que Prunella Scalles, la actriz que interpreta la esposa del peor hotel manager de Gran Bretaña, pensó al leer el primer guión de la serie fue, “¿por qué demonios se casó con él?”. Desgraciadamente, nadie le pudo darle una respuesta convincente. Su personaje, sin embargo, tampoco es ninguna balsa de aceite. Sybil tiende a ser cruel con su marido, seguramente por su propio bien y, aunque sin ella el hotel hubiera sido pasto de las llamas, muchas veces aprovecha su situación de superioridad dándole palique a clientes masculinos, cotilleando por teléfono con su amiga Audrey o encargando otra peluca color pelo de caballo.

Scalles fue la que sugirió muchos de los tics del personaje de Sybil, con su chirriante tono de voz y su desproporcionada risa de morsa. Booth y Cleese reconocieron que cuando el personaje estuvo definido por la actriz, “a partir del segundo capítulo”, pudieron escribir sus líneas pensando en ella. Por la maldita comedia, que distorsiona las percepciones racionales, al final Sybil parece la mala de la serie. Como reconoce Cleese, “al final todos los episodios están fundamentados en la idea de que Basil está intentando esconder algo a su mujer”. Y por el camino, el muy cabrón, que aparenta ser sumiso a las órdenes de su señora porque la teme como al mismísimo diablo, la insulta y deja sistemáticamente en evidencia. Sybil, que en el fondo sabe que lleva los pantalones, ignora a su marido y sueña con los peludos pectorales de alguno de los clientes más jóvenes y macizos.

La inevitable chica guapa.

Connie Booth interpreta a la bella estudiante de artes Polly Sherman, la eficiente y leal empleada de Fawlty Towers. Ella sirve igualmente para servir el desayuno, echar una mano en recepción o cavar un hoyo en el jardín para enterrar la última cagada, no literal, de su jefe. De hecho, la buena de Polly es la única confidente de ese despreciable tirano y, nadie sabe porqué, siempre está atenta para echarle una mano y sacarle del último aprieto en el que se ha metido. A cambio, Polly se siente como en casa en el hotel y se toma sus propias licencias con los clientes. Su química con Mr. Fawlty es fantástica y, a la vez, muy necesaria para la propia serie. Además es defensora a ultranza de Manuel y la única que habla un poquito de castellano en ese hotel. Pero para hablar de ese tema, mejor después de esta instantánea.

Barcelona's pride.

Inglis pitinglis

Todos los que alguna vez tuvimos la suerte o la desgracia de formar parte de la plantilla de un hotel británico sin saber demasiado bien el idioma local tuvimos que soportar la broma de ser comparados con Manuel, el popular camarero/botones español de Fawlty Towers interpretado por Andrew Sachs. Muchos, en silencio, nos acabamos viendo reflejados en este menudo barcelonés que sin tener ni idea de inglés, se lanzó a la búsqueda de dinero y amigos en la despiadada Inglaterra de los años 70, para acabar en el hotel más loco y desorganizado de todos. Él, sin duda alguna, es uno de los mayores incentivos de Fawlty Towers para el intrépido televidente hispano y, también, el secundario más redondo de la serie.

Manuel es un tipo con muy buenas intenciones y una permanente sonrisa estúpida que sólo los golpes de su jefe consiguen borrar. Como buen ibérico responde con un castizo “¿qué?” a la mayoría de las cosas que le dicen. Su inglés, como decimos, es prácticamente nulo y el hombre es, para qué negarlo, más patoso que un koala borracho. Su torpeza despierta una vez sí, otra también, la ira de Mr. Fawlty, que utiliza a Manuel como saco de hostias particular. Sus patrones se limitarán a excusar los malentendidos del pobre camarero con el ya mítico “he is from Barcelona”, como si hubiera tenido la desgracia de nacer ciego y sordo.

"There is too much butter on those trays".

Por si no lo han intuido todavía, Fawlty Towers es pura incorrección política. Como si no fuera poco que Fawlty insulte a su mujer y abuse de su clientela “proletaria”, el personaje de Manuel sufre las peores vejaciones imaginables para un personaje de televisión, de carne y hueso, en la Gran Bretaña de los 70. Un asunto que bien podría herir la sensibilidad de los más mojigatos miembros del gremio de camareros extranjeros en el Reino Unido. Cleese explicaba así su punto de vista con respecto al personaje de Manuel: “mi objetivo no era decir que aquel hombre era un idiota. Lo que más me molesta en muchos restaurantes británicos es que casi nadie habla inglés. Pero no quería decir que los extranjeros sean estúpidos, sino que los empresarios no están preparados para pagar salarios razonables, así que contratan a gente desesperada por hacer cualquier tipo de trabajo. Y no se molestan en entrenarles o en asegurarse de que puedan hablar un correcto inglés. Esa es la principal broma entre Basil y Manuel. Porque Manuel es una persona maravillosa que siempre está intentando hacer las cosas bien. No le puedes culpar de nada salvo de que su inglés no es tan bueno como debería. Y el único culpable de eso es Basil”.

La historia, curiosamente, es muy similar a día de hoy. En muchísimos restaurantes británicos es más fácil comer lo que uno desea hablando español (o polaco) en vez de inglés. Cuesta entender, sin embargo, el porqué de la poca presencia de personajes extranjeros en la televisión británica, teniendo en cuenta su larga historia de Estado de acogida de millones de inmigrantes. John Cleese y Connie Booth adelantaron la arquetípica figura del camarero español que no entiende ni papa de inglés a mediados de los 70, cuando seguramente el mayor auge de este tipo de sujetos en aquellas tierras ha tenido lugar a partir de lo 90. Manuel, con su bigote aznariano y su sempiterna chaqueta blanca, ya es un mito de la historia televisiva británica. Para los de esta parte del planeta, además, una referencia de cómo nos veían en el extranjero el año que murió el generalísimo. Para Mr. Fawlty una especie de cómplice imbécil. Los contínuos chascarrillos en castellano y bromas sobre la cultura española son, por cierto, una delicatesen de Fawlty Towers que sólo podemos disfrutar los que conocemos el otro lado de la leyenda. Una pena que, según Wikipedia, Manuel pasara a ser Paolo (italiano) en el doblaje español de la serie y que en Cataluña, TV3 lo revistiera de mexicano. Si yo fuera ustedes, nunca vería una sitcom inglesa doblada.

La extraña felicidad de vivir en la ignorancia.

Aparte de los cuatro personajes principales, otros tres formaron parte del casting durante las dos temporadas que duró la serie. El veterano actor Ballard Berkeley dio vida al fantástico Major Gowen, el residente más antiguo de Fawlty Towers. Un viejo gagá que jamás se entera de nada porque la edad le ha teletransportado a una lejana dimensión paralela donde todo lo que pasa es pura anécdota. La pérdida de facultades de “el Major”, sobra decirlo, jugará más de una vez en contra del Fawlty, que excepcionalmente aprecia al pobre anciano. Gilly Flower y Reneé Roberts interpretan a Miss Tibbs y Miss Gatsby, respectivamente. Un par de viejas que también residen de forma temporal en el hotel, que van siempre cogidas del brazo y forman el club de fans de Fawlty, quien (también sobra decirlo) no comparte el mismo sentimiento de simpatía por ellas. En la segunda temporada se introdujo el personaje del Chef Terry, interpretado por el tristemente desaparecido Brian Hall.



Si nos visitan los alemanes, recuerda, "don't mention the war".

(De) construyendo una sitcom

Cuando Cleese y Booth presentaron la idea de Fawlty Towers, nadie pensó que la fuera a tener éxito. Los expertos consideraban que centrar la acción en un hotel acabaría resultando claustrofóbico para la audiencia. De hecho, los primeros capítulos, emitidos entre septiembre y octubre de 1975, resultaron un fracaso de audiencia y crítica, que se suavizó en los últimos capítulos. Sin embargo, la BBC decidió repetir la serie y el éxito fue arrollador. “Ni Coney, ni yo”, recuerda Cleese, “imaginábamos el impacto que llegó a tener. Yo pensaba que llegaríamos a enganchar la mitad de la audiencia de los Python, que más que grande era una audiencia inteligente, porque Flying Circus era una comedia de ideas. Fawlty Towers era una comedia de emoción y, al final, hubo más gente que se sintió identificada con ella. Las figuras de audiencia pronto fueron mayores que las de Python. Pero nosotros no teníamos ni idea. Sólo estábamos escribiendo. Él mismo explica que “cuando haces algo original, lleva un cierto tiempo hasta que se construye el momentum”.

Para Cleese, la primera temporada de Fawlty Towers “fue una de las épocas más excitantes de mi vida. Nos sentíamos como si hubiéramos abierto la puerta de un jardín donde nadie ha cogido flores antes. (...) Habíamos entrado a un nuevo territorio. Todo lo que hicimos durante un año parecía original”. En ese sentido, la serie supuso un punto intermedio entre las sitcom más clásicas y las más modernas, de las que fue clara inspiradora, técnica y argumentalmente hablando. Aquellos que pensaban que situar la acción de una teleserie en un hotel resultaría claustrofóbico, no se imaginaban que un par de décadas después la familia Royle, por ejemplo, iba a encandilar a una buena parte del público con una comedia literalmente de sala de estar.

En su proceso de gestación se pueden entrever muchos de las técnicas de creación puramente británicas que han hecho de la sitcom en ese país un género diferente y especial. En primer lugar, los mismos actores escribían sus propios guiones, una fórmula que afortunadamente se viene repitiendo hasta el día de hoy. En un principio, Cleese escribía las líneas de los personajes masculinos y Booth las de los femeninos, pero esa tendencia acabó corrigiéndose según fueron pasando los capítulos.

El caso de Cleese y Booth como coguionistas de la serie fue, cuanto menos, peculiar. En 1976, su matrimonio se rompió, lo cual no les impidió volver a colaborar para la realización de la segunda temporada en 1979, dejando entre una y otra un paréntesis de cuatro años. Para entonces, los guiones de cada capítulo les suponían seis semanas de trabajo. “El problema que tuvimos con la segunda temporada de Fawlty Towers fue que las expectativas eran irrazonablemente altas. La gente pensaba en la primera temporada y recordaba las partes más graciosas y las establecía como si fueran la tónica general de los episodios. (...) Escribir aquellos guiones ha sido uno de los esfuerzos más grandes que he tenido que hacer nunca”.


Los malditos huéspedes sacando de quicio a Básil y llenando la pantalla de conocidos rostros de la interpretación inglesa.

Para Cleese el secreto de la serie consistía en que “los guiones eran muy buenos. (...)Un guión de la BBC para un programa de treinta minutos tenía una media de 65 páginas. En Fawlty Towers solíamos hacer entre 135 y 140 páginas por episodio. Era literalmente el doble. Los shows suelen tener unos 200 cortes de cámara, nosotros solíamos hacer 400. (...) Además estaban muy bien construidos. Connie y yo descubrimos lo que funcionaba para nosotros: nunca empezábamos a escribir el diálogo hasta que habíamos acabado la trama. A veces invertíamos hasta dos semanas y media en una trama (...). Así siempre sabíamos a donde nos dirigíamos. Algunas personas tratan de escribir comedia empezando con Escena 1 y lanzándose directamente a escribir los diálogos. Las posibilidades de llegar a un final satisfactorio de esa forma son una entre cien. Tienes que saber a dónde te encaminas mientras estás construyendo el episodio“. Cada capítulo, por cierto, suponía además unas 25 horas de edición. Lo que equivale a una hora por minuto de emisión.

El resultado del minucioso y artesanal trabajo invertido en cada capítulo fue clave a la hora de convertir la serie en una de las sitcoms más populares y, a día de hoy, más repetidas de la historia de la televisión británica. Con tan sólo una docena de episodios de vida, repartidos durante el último lustro de la década de los setenta, Fawlty Towers es el perfecto ejemplo de comedia en estado puro. Si Cleese y Booth nunca se plantearon volver en una tercera temporada es porque “no podían ganar”. Como la actriz Prunella Scalles explicó: “John y Connie escribieron las doce situaciones en las que se pueden ver envueltos los dueños de un hotel”, la mayoría de ellas parodias de anécdotas reales. En total, seis horas de carcajadas como pianos y hostias como panes.

La comedia, la farsa, la vida...

“La comedia se trata de cosas pasando a diferentes niveles. La comedia trata del conflicto”, y Cleese repite una y otra vez la palabra comedia y, cada vez que la pronuncia, le da un nuevo significado. Y luego habla de las mágicas farsas que se representaban en el Teatro Nacional de Londres. “La farsa es siempre una exageración. Aunque empieces desde algo suave, real, siempre tiendes a desmadrarte”. Y la clave del género, explica, “es la de un personaje que vive una situación trágica pero que debe mostrarse natural para con el resto de los individuos”. En eso consiste básicamente, en reírte de las desgracias de los demás, en todas las desgracias que no pueden compartir. “Lo que la mayoría de las gente no se ha dado cuenta es que Fawlty Towers es una pequeña farsa de 30 minutos, que empieza en un registro muy bajo, con situaciones reales, y acaba en otro totalmente frenético”, y mientras Cleese explica esto dibuja un arco en el aire con su dedo pulgar. Luego recuerda otro aprieto en el que metió a Mr. Fawlty y vuelve a reír.

John Cleese es un profesional entregado en cuerpo y alma a la comedia. La risa, y así es como comenzábamos esta minuciosa y extensa exégesis fawltytoweresca, es su vida. Y, con la mirada de un niño travieso, a sus más de 60 años, no le cuesta confesar que en su vida adulta nunca se ha reído más que en el escenario, haciendo reír. Y esa risa, explica, es la más gratificante de todas y provoca la misma sensación de placer que la de ser niño y reírse en la iglesia, que es algo excitante precisamente por ser prohibido y porque puede acarrear el castigo más severo que un crío pueda imaginar. Porque el arte de hacer reír, la comedia, el humor debiera ser libre y no tener límites ni cortapisas. Porque uno se puede reír de la torpeza de un camarero español que no sabe inglés y es maltratado físicamente por su patrón, de una panda de alemanes que perdieron una guerra mundial (llamándoles cabrones por el camino), de una señora que sólo es sorda cuando le conviene, de una rata que se esconde en la caja de galletas para el queso o de la aventura de esconder un cliente que se ha muerto en una de las habitaciones del hotel que regentas, sin que cunda el pánico entre el resto de los huéspedes. Porque, ya explicábamos, la tragedia humana hace reír o llorar y, puestos a elegir, reír hasta llorar, hasta sentir un dolor agudo en el estómago es una sensación tan maravillosa que dejar un par de cadáveres en el camino es sólo un mal menor. Como aquel personaje de Gila al que le mataron al hijo en las fiestas del pueblo, mientras haya carcajadas, el sacrificio bien habrá valido la pena.

Esta vez me lo he cargao.

(La dirección pide perdón por los dos días de retraso. El jueves 6 de marzo, esperemos, más sitcom inglesas en guasíbilis)

lunes, 18 de febrero de 2008

Nacido en democracia (I), por Demian

En homenaje a Días de Cromos

Yo también nací en democracia.

Yo no nací con la rabia dentro de mi, o tal vez sí. Me educaron en un colegio con nombre de fascista. Rezábamos al iniciar la clase, ya que lo más granado de los maestros adeptos al régimen conservaban sus plazas en tan ilustre institución. No recuerdo si llegó a ser cierto que alguien llegó a robar un cuadro de Juan Carlos y a substituirlo por un sello de peseta. Todo podía ser cierto en aquel lugar. No llegué a ver la esperpéntica imagen de los militares más nostálgicos tomando el Congreso de los Diputados, aguardaba meditativo en el vientre de mi madre a tan solo una semana de aparecer en un mundo un tanto más complicado de lo que pudiera parecer.

Recuerdo perfectamente el primer recreo de 3º de E.G.B. Era el momento en el que comienzas a compartir patio con el resto de cursos, era duro. Tarde mucho en pisar el asfalto lleno de chicles pegados. Algunos nos refugiábamos en un soportal y creamos allí una especie de civilización más pacífica. Pero pronto surgió la necesidad de aventurarse en la jungla. Desde el exterior podían llegar cosas estupendas como: palos de regaliz, todo tipo de golosinas, si había mucha suerte hasta un donut, pero sobre todo cromos. “Las cartas” como se dice en mi pueblo, eran la moneda de cambio, un símbolo de estatus, era en definitiva, el dinero que se manejaba en aquella institución. Las había repetidas, difíciles de conseguir y algunas sobre las que tan sólo se rumoreaba que alguien de otro colegio podría llegar a tener. Siempre se veían timbas interesantes.

Codazo generacional.

Tras ser arrollado un par de veces aprendí a caminar por aquellos ríos de gente. Más de un baby boom saturaba aquel recinto. Se disputaban varios partidos de fútbol simultáneos con bolas hechas con muchas bolsas de plástico enrolladas, aquello si que era artesanía. Las llegué a ver muy maqueadas. Mi generación fue la última que conoció muchas cosas. Nosotros vimos al Milán de Van Basten. Conocimos el estertor de los ochenta. Se nos quedó grabada en la retina para siempre la imagen de la ensangrentada cara de Luis Enrique en el Mundial de EE.UU, con su nariz hecha un cromo. ¿Quién nos iba a decir que Nayim iba a meter aquel gol? Confieso por primera vez en mi vida que yo no vi aquel gol en directo, estaba en la cocina y daba aquello por perdido. Mi padre gritó gol y corrí para verlo, pero ya sólo pude asistir a la repetición. ¿Quién iba a ser tan estúpido como para admitirlo en el colegio?

Clásico entre clásicos; genuino 486.

Pasé mi niñez pegado al transitor los domingos, con la quiniela delante de aquella vieja pantalla del 486, y jugando al PC Fútbol. Era mi refugio, mi pasión, y mi entretenimiento. Y sabía de fútbol. Pasaban cosas míticas en aquel fútbol. Cantoná era uno de mis preferidos. El tío repartía hostias como panes, y no discriminaba entre adversarios o compañeros de equipo, entre árbitros o espectadores. Todos ellos llevaban papeletas en la rifa que Eric llevaba a cabo por los verdes campos; por allá por donde el pasara…Que se lo pregunten a mítico portero del Manchester, Smaichel.

Aunque las cartas de fútbol tuvieron rivales muy poderosos como las de Bola de Dragón o los Caballeros del Zodiaco, dibujos que ha sido duro después volver a ver en castellano. Vimos nacer la Super Nintendo, invertimos hasta el último duro en las salas recreativas. Sufrimos más que nadie la llegada de las marcas y su estratificación social. Y por supuesto descubrimos que la vida no es justa.

...divino tesoro...

domingo, 17 de febrero de 2008

Días de cromos (II): Juanele, por el Sedentario Errante

Hace una semana se publicaba en guasíbilis el primer post de la serie Días de Cromos. Como el propio deporte en el que se inspira, el texto sirvió para que unos mostraran su disconformidad por el tema elegido y otros se unieran sin complejos al carro de nostálgicos de los cromos de la temporada 94-95.

Vitoko, que ayer me hacía complice de uno de los fantásticos viajes fotográficos de su blog, decía preferir los domingos de monte y resaca a los de intercambio de cromos y Carrusel Deportivo. Otros dos lectores, sin embargo, callaban en los comentarios, pero me remitían via email sendas colaboraciones cromofutboleras que van a retrasar el desenlace de esta serie de post dominicales.

El Sedentario Errante ha elegido el cromo de su paisano Juanele para hacer repaso de la carrera deportiva y fiestera del polémico yogurín. Dada la cantidad de rumorología no contrastada, guasíbilis declara no hacerse responsable de nada de lo que se diga más abajo de estas líneas. Las gracias infinitas al Sedentario Errante se presuponen.

Juanele, nacido en el barrio de Roces (Xixón) fue una de las figuras del fútbol asturiano de todos los tiempos. Atrás quedan grandes gloriosos del Molinón como Joaquín o Quini. "El pichón de Roces" comenzó desde bien pequeño a jugar al balón y a robar "Phoskitos" en las tiendas de la ciudad de "los del culo moyao". Estas dos cosas marcarían su vida. El Sporting se fijó en él y se lo llevó a entrenar a Mareo. Allí pasaría años dulces entre peleas y regates. Se esperaba de él que fuera el Quini de los 90, pero no fue así. Bueno en cierta manera sí (perdonen por este galleguismo) , porque el de Roces era un enamorado de las salidas nocturnas, mucho antes de que lo hicieran Ronaldo o Robinho. Claro que aquella era otra época. Antes se podía hacer.

Juanele era conocido como el rey de Cimavilla (zona de copas de Xixón), pero su gusto infinito por el Gin Tonic no le impedía hacer vibrar a la hinchada del Piles. Un regate a la izquierda, otro por la derecha, pase a Luis Enrique y Goooooooooooool. El Tenerife (que de aquella se dedicaba a robarle ligas al Madrid en la última jornada) se fijó en él y se marchó para las islas afortunadas. Así empezó el éxodo asturiano a los equipos de primera división. El Pichón de Roces formó parte del equipo de los "yogurines" del Sporting, el equipo más joven de primera, una camada de astros compuesta por Manjarín, Abelardo, Luis Enrique y tantos otros.

Copas y peleas

Juanele es gran conocedor de las luchas callejeras, nada que ver con la kale borroka tradicional vasca. Ostias en bares y puñetazos al más puro estilo Rocky Balboa le acompañaron a lo largo de su carrera. Es conocido por todos los amantes del lado oscuro del deporte su "conflicto" con una alta personalidad de la política cántabra. Iván, otro célebre sportinguista militaba por aquel entonces en el barcelona y Juanele, que todavía jugaba en la ribera del Piles y ese fin de semana estaba sancionado, acudió a ver el partido de su ex compañero y amigo. Jugaron de sábado, el resultado no se recuerda, pero lo que sí fue la paliza monumental que le dio a un tío, que era nada más y nada menos que el hijo del alcalde de Santander, cagar y volver.

Llega el año 1994. Javier Clemente decide convocar al Pichón de Roces para jugar en el mundial de EE.UU. Qué casualidad que todos los jugadores de campo disfrutaron de minutos menos él. Se dice, se comenta, se rumorea que la razon por la que Javi no le alineó fue por pasarse con la priva y (mentira o no) llevarse alguna que otra mujer al hotel de concentración.

Sentado en el chigre de la esquina.

Después de varios años en el Tenerife recalaría en el Real Zaragoza, donde fue apartado de la plantilla. En sus ultimos años volvería a tierras asturianas. Esta vez no para jugar en el Sporting de sus amores, sino para defender los colores del Real Avilés Industrial, equipo que actualmente milita en tercera división, misma categoría que el puto Oviedo. Al final juega varios partidos y se cansa, pero afortunadamente para la hostelería asturiana y el mundo de la rumorología hay otros hábitos que jamás colgó.

Mañana, post homenaje a Días de Cromos, cortesía de Demian.

viernes, 15 de febrero de 2008

Televisión británica (y II)

Dejábamos ayer el repaso por la historia de la Gran Bretaña catódica con el nacimiento de la primera cadena de televisión privada en 1956, por lo que el calendario nos deja prácticamente en la década de los 60, época que poco a poco irá llenando de colores las pantallas de los televisores de las salas de estar de la clase media. A partir de este momento la televisión pasará a formar parte fundamental de los quehaceres de la sociedad, no sólo británica sino mundial; y la historia de una irá irremisiblemente de la mano de la otra. El maldito invento transformará para siempre las relaciones familiares y la vida política, social y cultural de todo el planeta. Lo que hay detrás de la pantalla se convertirá en un universo paralelo que marcará modas, creará y destruirá ídolos, extenderá valores e ideologías y generará cantidades ingentes de cultura popular (de la más refinada a la más basura). Pero será mejor no manosear más teorías de sobra conocidas y dejar hablar a la propia televisión.

Los 60

A principios de los 60 la competencia entre BBC e ITV animó la asunción de nuevos formatos televisivos como concursos, culebrones, shows de humor como el de Morecambe and Wise (unos primitivos Martes y Trece anglosajones) o series como Doctor Who, una de las máximas referencias de la cultura catódica británica. “Hoy no puedo ir al pub, ponen Doctor Who”, se oía comentar a bebedores fieles de cerveza larger, para decepción de los amigotes que todavía no tenían un TV set en casa. Aunque los sintelevisión, poco a poco, fueron convirtiéndose en minoría durante aquella década maravillosa. La audiencia británica se multiplicaba y también los pagos de la licencia para ver televisión, por lo que en el ente público no paraba de crecer. El 30 de julio de 1966, más de 30 millones de espectadores presenciaron desde el salón de sus casas (o en el de los vecinos) la victoria de Inglaterra a Alemania Occidental por 4 goles a 2 en la final de la copa del mundo de fútbol disputada en el estadio londinense de Wembley. Cuando Bobby Moore levantó la copa de Jules Rimet, toda una nación quedaba unida por una misma imagen. Aquel evento, emitido por BBC e ITV, todavía sigue siendo el programa de mayor audiencia de la historia de la televisión británica.

La BBC 2, que había sido fundada en 1964, comenzó a emitir en sistema UHF (para pantallas de 625 líneas) y en 1967 se convirtió en la primera televisión europea con emisión íntegra en color. El segundo canal del ente público fue destinado a labores educacionales, con una vocación claramente minoritaria todavía perceptible en su programación actual.

La magia de los Python

En 1969, la televisión británica en general y la BBC en particular estaban a punto de conseguir otro hito. Monty Phyton’s Flying Circus, uno de los shows humorísticos más importantes de la televisión de todos los tiempos, abrió una nueva puerta a la modernidad televisiva. El espacio de humor más popular de Gran Bretaña permaneció en pantalla más de un lustro, hasta diciembre de 1974. Un año más tarde, el phyton John Cleese presentaba sin sus compañeros de gamberradas, la revolucionaria teleserie Fawlty Towers. Aquello verdaderamente fue algo completamente diferente.

Hail Maggie

Maggie podría ser un bonito nombre para una canción, o podría servir de título para una teleserie protagonizada por una mujer liberal que busca amor en el despiadado Londres del siglo XXI; pero la palabra va perdiendo su glamour si la asociamos con el número 10 de Downing Street. La dama de hierro, Margaret Thatcher, llegaba al poder en 1979 y abría una época negra de políticas ultraconservadoras en el Reino Unido, primas hermanas de las del presidente norteamericano Ronal Reaggan, que llegaría al poder sólo un año después.

Si ayer hablábamos de la primera impronta de imparcialidad de la BBC con la huelga general de 1926, sería durante el gobierno conservador de la Thatcher cuando los profesionales del ente público tendrían que hacer mayores esfuerzos para mantener su estatus de honestidad. La década de los 80 fue una de las más negras del conflicto del Ulster, a lo que se unió el conflicto en las Malvinas. A la primera mujer que asumía el control del gobierno de la nación no le hacía ninguna gracia que la BBC recogiera opiniones de políticos o activistas católicos en referencia al tema irlandés, ni ninguna información contraria a sus planes de guerra contra Argentina. La lucha contra el terrorismo era uno de los estandartes políticos de los conservadores, por lo que cualquier representación del enemigo en pantalla que no estuviera destinada a la crítica daba, según la primera ministra, “oxígeno a los terroristas”.

La BBC, el modelo de televisión pública, según el periódico uruguayo La República

En octubre de 1979 el equipo del programa Panorama, de la BBC, rodó unas imágenes de una protesta del IRA en Carrickmore (Irlanda del Norte) después de una llamada a su hotel en Dubin. Las imágenes se guardaron en secreto durante varios días, pero cuando su existencia llegó a las más altas instancias se obligó a los periodistas de la cadena pública a asumir una serie de restricciones sobre el uso de información relativa al conflicto del Ulster.

En 1985, la cosa llegaba un poco más lejos. Thatcher supo que la BBC había entrevistado a un paramilitar irlandés y que pensaba emitir la primicia en el programa Real Lives bajo el título “En el filo de la Unión”. Leon Brittan, ministro de interior, declaró que “la emisión de ese programa iría en contra del interés nacional”. Los gobernadores de la BBC, después de ver el programa en una reunión de urgencia, ordenaron que el espacio no se emitiera, lo que causó un terremoto en el ente público y la vida política del país. Los trabajadores de la BBC declararon un día de huelga y el asistente del director general de la cadena afirmó que “el gobierno era a la BBC lo que un iceberg al Titanic”. El programa se llegó a emitir con ligeros recortes. Solamente por la tenacidad de los profesionales, la BBC se había anotado otro punto.

La cobertura informativa de la guerra de las Malvinas en 1982 supuso otro grave enfrentamiento entre el gobierno de Thatcher y la BBC. La edición del programa Panorama titulada “¿Podemos evitar la guerra?” recibió, por parte del gobierno, las críticas más duras jamás recordadas a un espacio televisivo. Miembros del gobierno tacharon el programa como “uno de los programas más despreciables que he tenido la desgracia de presenciar”; en tres palabras “odioso, subversivo, travesti”. Sir Ian Trethowan, director general del ente público, declaró que “la BBC tenía que mantener su reputación de contar la verdad”. La propia cadena afirmó que su misión no era “levantar la moral de las tropas británicas” y que “no veían la diferencia entre una viuda de Porsmouth y otra de Buenos Aires”. La guerra, sin embargo, fue inevitable y la información, como en la mayoría de las guerras, sesgada. Trethowan afirmó tiempo después que tenían “que ser sensitivos con las emociones del público”.

Antisistemas en la tele de Maggie.

La BBC resultó uno de los mayores azotes del gobierno conservador de Maggie, simplemente por el hecho de tratar de conservar su imparcialidad. Pero también porque sus responsables no cejaron en su búsqueda de lo innovador, rompedor y culturalmente subversivo. La sitcom postpunk The Young Ones, a la que Ekaitz hace referencia en los comentarios del post anterior, es un buen ejemplo de ello.

En 1979 ya era posible seleccionar subtítulos a través del teletexto. 28 millones de espectadores siguieron el 29 de julio de 1981 la boda entre el príncipe Charles y Ladi Di. En 1982 se fundó la segunda televisión privada en Gran Bretaña, Channel Four. Y en 1985 comenzó la emisión en BBC1 de EastEnders, la soap opera más popular de Gran Bretaña, todavía en emisión. La modernidad había llegado.


Stacey de EastEnders en portada, el pan nuestro de cada día.

Una televisión cualquiera
A día de hoy hay muchas cosas en común entre todas las televisiones del mundo, y la británica no es una excepción. Hay programas que permanecen en pantalla desde 1960, como el culebrón de ITV Coronation Street que hoy mismo cumple su 6755º capítulo. Y las amas de casa no se pierden ni un capítulo de ésta ni de la ultrapopular EastEnders. Por las tardes abundan los concursos, nada que no hayamos visto en España: Cifras y Letras, El Rival más débil, ¿Quién quiere ser millonario?... Además, el prime time está monopolizado por las series norteamericanas y los realitys, que aumentan el número de televidentes con cada nuevo escándalo racial dentro de la casa del Big Brother.

A parte de eso, hay un par de verdades innegables que hacen que la televisión inglesa sea bastante más presentable que, por ejemplo, la española. El menor tiempo dedicado a los anuncios es uno de los factores clave. En la televisión del Reino Unido es posible ver una película, pues las pausas publicitarias (cuando las hay) son simbólicas. La BBC, por su parte, no ceja en su empeño por defender su imparcialidad. Cuando Thatcher dejó el gobierno y después del fugaz mandato del también Tory John Mayor, Blair y sus aspiraciones bélicas se convirtieron en el enemigo. BBC radio y televisión, por cierto, es el mayor ente audiovisual del planeta, con presencia en 200 países y 274 millones de hogares en todo el mundo.

Pero si hay algo que distingue a la televisión británica del resto de televisiones del planeta es su ficción. Todo este repaso a la historia catódica del Reino Unido viene motivado por las ganas de hablar muy seriamente sobre la sitcom británica, uno de los géneros televisivos más respetables e interesantes del mundo catódico. Algunas de las claves del género ya se han ido diseminando por éste y su post predecesor, pero serán deliberadamente explotadas en posts de entrega semanal a partir de la semana que viene.

La serie The Office, concebida por el maravilloso tándem formado por Stephen Merchant y Ricky Gervais y emitida por primera vez en 2001 por la BBC2, resultó el referente más claro de la renovación de un género clásico y muy bien conservado. Es posible hacer televisión de calidad, experimental e intelectualmente estimulante en el Reino Unido. Y, por lo tanto, es posible verla, gracias a Internet, desde todo el mundo.

Las claves del éxito arrollador de la nueva generación de sitcoms británica, que lleva a que los mismísimos yanquis promuevan pobres remakes, son muchas; pero las vamos a reducir en una: los seis capítulos por temporada. La realización de una teleserie en el Reino Unido, a diferencia de EE UU o España, se concibe como una pequeña obra de arte. Independientemente de su audiencia, todas las sitcom que llegan a antena cuentan con un mínimo (y máximo) de seis capítulos por temporada. El proceso de elaboración de seis capítulos es un trabajo artesanal, comparado con una teleserie norteamericana, con más de 20 capítulos por temporada de media. Y ello permite, también, que el equipo de guionistas se reduzca a uno o dos, que controlan todo el proceso argumental. De esta forma una buena sitcom raramente se devalúa, como ocurre con tantas gloriosas telecomedias estadounidenses.

La historia de la televisión contemporánea en el Reino Unido es definitivamente la historia de su ficción de creación propia. La semana que viene en guasíbilis, Fawlty Towers en el capítulo 1. Yo que ustedes, no me lo perdería

jueves, 14 de febrero de 2008

Televisión británica (I)

En el arranque de esta aventura cibernética, la comedia televisiva británica va a tener un importante peso específico en cuestión de contenidos. Sirva este post como introducción a la Gran Bretaña catódica mediante un breve repaso a su historia.

Radio Times, el semanario escrito de la BBC.

“Una cadena británica capaz de educar, informar y entretener a toda la nación, libre de interferencias políticas y presión comercial”; con estas palabras se describía la misión de la British Broadcasting Company (la BBC) pocos años después de su fundación. Hablar de radio y televisión en Gran Bretaña, y en el mundo, equivale hablar de la todopoderosa BBC, cadena absolutamente pionera en los inicios de la radio y la televisión.

El ente británico fue fundado a principios de los años 20 por un conglomerado de empresas de telecomunicaciones entre las que destacaba la de Marconi, pionero como saben en el tema de la comunicación sin hilos. Las retransmisiones diarias de la BBC se comenzaron precisamente desde el estudio Marconi de Londres, el 14 de noviembre de 1922. Al día siguiente la señal llegaría a Birmingham y Manchester, para 1925 la BBC se podía sintonizar desde la mayor parte del Reino Unido.

Retrato de John Reith, de Oswald Birley


La imparcialidad de Reith

Como la mayoría de las grandes empresas británicas, la BBC surgió de un pacto entre caballeros; seguramente al calor de unos brandys y unos puros, en la sala de snooker de algún gentlemen’s club de la capital británica. Gran Bretaña había resultado vencedora de la Gran Guerra, y sus conexiones trasatlánticas con EE UU garantizaban la cooperación económica de la nueva gran potencia para proyectos tan ambiciosos como el de una cadena de emisión audiovisual, un terreno empresarial completamente virgen en aquellos felices años 20. Con la impronta del ingeniero escocés John Reith, convertido en director general del ente, la BBC se convirtió en British Broadcast Corporation, pasando a ser de dominio público. Reith definió además la misión de “educar, informar y entretener” con la que empezábamos el post, una meta más alta que la inicial de crear una cadena comercial. Según la página web de BBC, un año después de alcanzar la cobertura de toda la nación, “la BBC había retransmitido conciertos de música popular y clásica, programas de comentarios y variedades (…). Pero la poderosa industria periodística mantuvo la cadena fuera del negocio de las noticias. Los boletines eran preparados por agencias de noticias y sólo podían ser retransmitidos después de las 7 de la tarde, para no disminuir las ventas de periódicos”.

Esta situación cambió significativamente con la huelga general de 1926, que a la postre serviría para otorgar la identidad informativa de la cadena. El 1 de mayo de aquel año los mineros del carbón se declararon en huelga para forzar al gobierno del conservador Stanley Baldwin a apoyar las reivindicaciones de los trabajadores del carbón, un sector sumido en la crisis. En solidaridad con las propuestas de los mineros, los sindicatos británicos representados por la Trade Union Crongress (TCU) llamaron a la huelga general el 3 de mayo. Durante los nueve días de duración de paro sindical, la libertad de la prensa y la intervención del estado en el proceso informativo fueron motivo de arduos debates entre los medios (BBC incluida) y los agentes políticos y sindicales. El rotativo Daily Mail se negó a publicar el editorial titulado “Por el Rey y el País”, que definía la huelga como “un movimiento revolucionario que sólo puede tener éxito mediante la destrucción del gobierno y la subversión de los derechos y libertades de la gente”. La medida llevó a que el gobierno de Baldwin detuviera toda negociación entre los sindicatos y el gobierno, aduciendo que la huelga suponía una cortapisa en la libertad de prensa. El propio rey Jorge V salió excepcionalmente en defensa de los huelguistas declarando “trata de vivir con su salario antes de juzgarlos”.

Con las rotativas de los principales diarios británicos detenidas a causa de la huelga, el público y, evidentemente, los agentes de la huelga tornaron la mirada, o el oído, hacia la BBC. Los mandamases encargados de la propaganda gubernamental, oposición y huelguistas no tardaron en darse cuenta del crucial papel que podía jugar el nuevo medio de comunicación, la radio, con su inmediatez y universalidad, en los pormenores de una huelga como aquella. La cadena propuso abrir sus micrófonos a todas las partes implicadas, sindicatos incluidos; cosa que no gustó al gobierno de Baldwin, que se apresuró a vetar las órdenes de Reith de conceder minutos en las ondas a la oposición laborista. El director de la cadena se vio también obligado a denegar al entonces arzobispo de Canterbury, Randall Davidson, la emisión de un “alegato de paz”. Reith, que pidió consejo al Primer Ministro, desechó la proposición del líder de la iglesia anglicana, por temor a que Winston Churchill, ministro de hacienda por aquel entonces, tomara el control de la BBC. De hecho, el muy habilidoso Churchill, que siempre estuvo al tanto de la capacidad propagandística de los medios de comunicación, se había encargado de convencer al jefe de gobierno para hacerse con el poder de la cadena; pero Reith convenció a Baldwin de que aquello minaría la credibilidad y parcialidad de la BBC. El primer ministro dio la razón a Reith y la BBC consiguió la primera victoria por su independencia, un evento que marcaría la historia de la cadena. Los sindicatos y el partido Laborista no perdonaron, sin embargo, que la BBC vetara sus apariciones.

La etapa con Reith al cargo de la compañía se acabó conociendo como “reithianismo”, que según Wikipedia supone la gestión de un medio de comunicación desde los principios de “servicio público, los más altos estandartes de calidad, honradez y universalidad (que todo el público es considerado igual)”. La figura del que fuera el auténtico fundador ideológico de la BBC ha sido puesta en entredicho estos últimos años, especialmente después de la publicación en 2006 del libro Mi Padre – El Reith de la BBC, en el que Marista Lieshman, hija de Reith, tachaba a su padre de simpatizante del nazismo. Esa, desde luego, es otra historia.

¿Estará escuchando la BBC?

Televisión y Guerra

Las primeras emisiones públicas de televisión fueron llevadas a cabo por la BBC en 1927, pero no sería hasta nueve años más tarde, en 1936, cuando se produjeron las primeras emisiones con programación. Las primeras, por cierto, a nivel mundial. El 12 de mayo de 1937, diez mil personas siguieron por televisión la coronación del rey Jorge VI; la prensa británica lo calificó como “un pequeño milagro”. Ese mismo año se retransmitiría por primera vez el torneo de tenis de Wimbledon y el 30 de abril del año siguiente los aficionados al fútbol pudieron seguir por primera vez la final de la FA Cup en televisión. Con la llegada de la guerra, la BBC se vio obligada a clausurar sus emisiones televisivas. Los esfuerzos se centrarían entonces en la radio, de extensión universal en 1939 por todo el Reino Unido y demás países aliados, con su enorme poder propagandístico y moralizador.

Según la propia BBC en su página web, “al mismo tiempo que mantenía su programación, la BBC ofrecía un servicio de información vital, monitorizando las emisiones de otros países, identificando las estaciones de propaganda extranjera y usando su tecnología de manera novedosas para asistir a la nación en su larga lucha por la victoria”. Los ingleses se jactan de que hasta el mismísimo Hitler sintonizaba la emisora británica por excelencia. Ya lo había escrito George Orwell: “las palabras lo ha dicho la BBC tienen un nuevo significado – sé que debe ser verdad”.

Y televisión, otra vez

La BBC retomaría sus emisiones televisivas una vez terminada la guerra, en 1946. El 1 de junio de aquel año se aprueba la ley de licencias televisivas, que obligaba a cada hogar poseedor de una televisión en blanco y negro a pagar 2 libras anuales. En 2007 la licencia anual para un televisor a color en un hogar británico cuesta 200 libras (unos 260 €), y el total de esta contribución supone el 75 por ciento de los ingresos de la BBC. Esta peculiar forma de subvención, no exclusiva de Gran Bretaña, ha ayudado notablemente a mantener las cotas de calidad de la BBC, idealizada por muchos como la “mejor televisión del mundo”.

Pero tenemos que volver hasta los años 50 para asistir a la verdadera eclosión de la tele en Gran Bretaña y el mundo. Unos 22 millones de televidentes asistieron a la coronación de Isabel II el 2 de junio de 1953. Aquel día, las salas de estar de los afortunados hogares que contaban con un set de televisión se atestaban de vecinos curiosos que exigían té y pastas, mientras el imperio recibía a una nueva monarca y la historia daba la bienvenida al electrodoméstico más revolucionario del siglo XX.

Revolucionario Hancock.

Durante 1946 se emitió la primera sitcom británica, el género que va a ser fruto de estudio guasíbilis y único culpable de este repaso histórico. La telecomedia Pinwright’s Progress, de emisión en directo quincenal, representa el paleolítico de las sitcoms británicas. Como se emitía en directo no se grababa, así que a día de hoy no se conserva ni una sola cinta. Sin embargo, no sería hasta 1955 cuando podemos hablar de la verdadera primera sitcom. Hancock’s Half Hour, regentada por el cómico británico que le da nombre a la media hora, tuvo un triunfal paso de la radio a la televisión, en la que mantendría una exitosa andadura de siete temporadas (desde 1956 hasta 1961). El show de Hancock estableció ciertos parámetros que todavía se mantienen en la mayoría de producciones de este género: los 6 capítulos por temporada, a razón de media hora por episodio. Los documentales de naturaleza de David Attenborough en Zoo Quest o el serial de ciencia ficción The Quatermass Experiment de Nigel Kneale fueron otros de los grandes hitos televisivos británicos de aquella década. Todos ellos fruto del trabajo de los bien pagados profesionales de la BBC.

La Televisión Act de 1954 estableció las bases para la aparición de la televisión comercial. Ese mismo año aparece ITV (Independent Televisión), el tercer canal británico y el primero de este estado en ser de carácter comercial. El 22 de septiembre de 1955 fue el primer día que ITV pudo emitir durante toda una jornada. Aquel día, Barbara Mandell, la primera presentadora de noticias de la televisión británica, apareció por primera vez en pantalla.

(mañana segunda y última entrega de Televisión Británica)