miércoles, 30 de abril de 2008

El blanco humo de la rueda por Demian

¡Practíquenlo con su camello de confianza!


Las pequeñas ruedas de mi scooter surcaban el caliente asfalto de los caminos de la huerta. Julián y yo volvíamos de “pillar”. Eran las cuatro de la tarde de un sábado cualquiera en aquel tranquilo pueblo. Iba a ser mi primera vez, en aquel parque en construcción, delante de las vías del tren y con el cálido aliento del Sol en la Costa Blanca, meciendo nuestras neuronas. Al prender el mechero sobre aquella masa marrón, por ponerle un color, el olor a neumático impregnó nuestras precoces pituitarias. Julián deshacía aquella piedra con destreza. Todos nos fuimos transmitiendo aquella tecnología de liar. Al aspirar el humo de aquella manufactura, blanco y denso, nuestras cabezas se convertían en peceras. Y una pegajosa sustancia iba impregnando nuestros conectores mentales. Nos reíamos, el viento en la moto nos hacía unas cosquillas deliciosas, y con los duros que llevábamos en el bolsillo aterrizábamos en los recreativos. Y allí le dábamos rienda suelta a la vida. Comenzaba la época del trapicheo, las primeras borracheras y Extremoduro.

Escondíamos nuestros vicios al escándalo de nuestros progenitores. Pero las pupilas dilatadas, el hambre desmesurada y la desidia vital nos delataban. En la Glorieta del pueblo a las siete y media de la tarde, en un árbol centenario sobre una acequia a las cuatro y media o en una vía muerta de la estación de tren eran los momentos de adquirir nuestro vicio. Por aquel entonces la Policía Municipal nos perseguía entre naranjos y bancales. Las motos nos transportaban de acá para allá. Los rebeldes sin causa del instituto formaban sociedad. Y un par de ellos, entre los que había el hijo de una próspera sucursal de banco, pagó una multa con un billete falso de 10.000 pesetas en las mismísimas dependencias de la autoridad, y se fueron de cañas con las vueltas.

Viejas reivindicaciones hechas pegatinas.

También surgieron conflictos y peleas, solidaridades y deudas propias de nuestra incipiente vida de yonkis del hachís. Por aquel entonces llegaba a nuestras vidas una alternativa a las discotecas y las pastillas, al tecno, al progressive, al house y a todo aquello, tan dominante en nuestra sencilla comarca, a un mar Mediterraneo pegada. Conciertos de punk, porros, cerveza, sudaderas, kalimotxo, potadas en los portales. Y hasta tripis y speed. Consignas a favor de: Cuba, el Ché Guevara, los milicianos de la Guerra Civil, los anarquistas, el aborto de la gallina, los comunistas, la Unión Soviética, la CNT y ún largo etcétera. Todo mezclado con vasos de Coca-Cola con vino. Cada uno iba fabricándose una idea de las cosas. Aparecieron las primeras guitarras en la pandilla. Nos llegaba muchísima música de Euskadi, fuímos la segunda genereación; la que vimos los restos de “El Pico” de Eloy de la Iglesia. Nos pasó de cerca pero la heroína se había llevado por delante más de media quinta en los ochenta. Y no iba a ser nuestro turno. La cosa había cambiado en la vía para tenernos bien entretenidos.

"España, ja sóc aquí." (Hablando catalán en la intimidad)

José María Aznar llegaba al poder, aupado por el PNV y CiU, en la firme creencia de que llegaría la regeneración democrática. La derecha peninsular cerraba filas apoyada en la desmesurada avaricia de sus compañeros de barco parlamentario-capitalistas. En tan sólo una década ya habíamos conocido las posibilidades del terrorismo de estado. Las capacidades paramilitares de la democrática y simpática monarquía parlamentaria española. La corruptela, la malversación de fondos públicos. En definitiva, a esos los gobiernos socialdemocratas que robaron al pueblo en las cooperativas de vivienda. Así, conocimos las mieles del cambio. Los delegados de Gobierno nos enseñaron a cara de perro lo que era la represión en los años noventa. Periódicos cerrados. Comenzó la persecución de determinadas opciones políticas que habían quedado fuera del sistema, y se procedía a su criminalización y exterminio. Por todas partes la resistencia se iba resintiendo, caída en el olvido de una sociedad que abrazaba el mercado, el dinero que llegaba de Europa, y como pobres bienpagados comenzábamos a vivir como Dios manda. O eso parece.

Sin demasiadas referencias nos aferramos al instinto más que otra cosa para no sucumbir en espíritu a todo aquello. Pasamos de vestir marcas y nos pusimos de chándal y sudadera de mercadillo. Pasábamos del ocio de centro comercial nos buscamos nuestros espacios, o los construimos de cero. Rechazábamos la injusta autoridad que se nos imponía y cada cual buscó o no en los libros cómo habíamos llegado a todo esto.

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