En el mismo instante que se abren las páginas de Nueva York: La vida en la gran ciudad, uno puede oír el rugido de la urbe: los gritos de algún lunático anunciando el Apocalipsis, el claxon de los coches que aguardan la luz verde, el rap que suena en el radiocassete estéreo de un negro con gorra y pantalones anchos; y puede oler las especias de los hot-dogs de dos dólares noventa y nueve peniques de la esquina, el sudor concentrado en un vagón del metro una tarde calurosa de mayo o sentir los golpes en los hombros de la marabunta que serpentea por las infinitas avenidas de Manhattan. Mientras tanto, Will Eisner (1917 - 2005), el autor, aparece intermitentemente, de espaldas, en los rincones de las páginas, camuflado entre el humo, los coches, los edificios y la gente; casi invisible, como muchos de sus personajes, como si él mismo fuera uno de esos garabatos que se dibujan en los márgenes mientras viene la inspiración.
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Como el cine de Chaplin, el comic para Eisner es un "arte eminentemente visual". En Nueva York: La gran ciudad, la obra más antigua de las cuatro recopiladas, los dibujos de Eisner, siempre apunto de salirse de las páginas, tienen suficiente movimiento, naturalidad y expresividad como para llevar por sí solos el ritmo de la acción. Eisner usa las viñetas o se olvida de ellas a su antojo. La historia por contar es la que determina el diseño de cada página.
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Los buzones, las bocas de incendio, las farolas, los cubos de basura, los desagües, las paredes, las escaleras de entrada a los edificios, los vagones del metro y los taxis de la Gran Manzana son los protagonistas accidentales de la vida de los habitantes de la gran ciudad. Y junto al mobiliario urbano, los sonidos y los aromas que nos golpean en la cara cuando abrimos las páginas del libro intervienen en los romances, las horas de sueño, las conversaciones, discusiones y momentos de paz de los ciudadanos. Esa sinfonía de voces, ruidos, gritos, colores, sabores y paisajes se apropia de lo cotidiano, lo transforma, lo reinventa. Nueva York: La gran ciudad es la obra más costumbrista de las cuatro y, a la vez, la mejor introducción a lo que queda por venir.
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El Edificio es una historia de vidas cruzadas, la historia de nuestro verdadero hogar dentro de la gran ciudad, de la dependencia que una pieza de arquitectura de la urbe puede proyectar en los ciudadanos que buscan allí su cobijo para protegerse de la lluvia, esperar a su amor secreto, limpiar las heridas del alma o compartir su pasión por la música con el resto de los desconocidos que pasan por allí diariamente. Eisner cuenta que la vida de los habitantes de la ciudad corre paralela al aspecto físico de esta, que las sensaciones que despertaba un mamotreto de cemento de quince plantas permanecen suspendidas en el aire, aún cuando el edificio ha desaparecido y ha dado paso a la construcción de otro, más alto, funcional y moderno.
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En muchas páginas de cualquiera de las obras recogidas en esta antología neoyorquina, Eisner esboza la relación del hombre con el hombre en el contexto urbano. En numerosas ocasiones, las personas que presencian un atraco devuelven a la víctima una mirada esquiva de indiferencia. "En la ciudad (...), los individuos que componen esa masa informe de humanidad que fluye por ella resultan invisibles unos a otros", comenta el autor en la introducción que dedica a uno de los tres relatos de Gente Invisible. "El mero hecho de existir encerrado en una prisión de tristeza o ir a la deriva en un mar de perdidas irreparables, de desastre emocional, de dolor sin remisión o de soledad, requiere de la protección de la invisibilidad. Es una forma de sobrevivir in vitro."
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La ciudad de Eisner, como decía Atxaga en un video que pasamos por aquí, es de todos y no es de nadie. Su Nueva York está lleno de negros, irlandeses, wasp y judíos; brokers de Wall Street, artistas callejeros, poetas desconsolados y amas de casa. Todos ellos espiados desde algún rincón por el dibujante, que es, a su manera, un ciudadano invisible más. La ciudad de Eisner está compuesta de tantos habitantes y tantos sentimientos que uno, sin haber cruzado nunca el Atlántico, pronto recuerda las referencias vistas a priori sobre la Gran Manzana y se siente como en casa, caminando por las calles plagadas de gente, sintiéndo los golpes del resto de transeúntes en los hombros. Y cuando uno cierra el libro, la ropa huele a fritanga y a calle, y en los oídos retumban los acentos, las bocinas de los coches, el ruido de una taladradora; y cierras los ojos y puedes ver los edificios que tocan el cielo, el metro que se escapa, la chica de los pelos rosas y pendientes en las cejas, el policía que corre detrás del ladrón, la gente haciendo cola en la puerta de los teatros, los olvidados durmiendo entre cartones, los taxis, el humo, un disparo... la gran ciudad.
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1 comentario:
Vaya con la ciudad... hoy cuando salga por ahí a dar una vueltilla tenemos, aparte de un clima veraniego, el día de san jordi; libros y rosas. Rojos como las flores pero borrachos como diablos también tenemos a los putos ingleses que vienen a pelar al barca. Lo mejor, y ya se cuan culé eres, es que el barca no tiene casi posibilidades, y si pasa, sería un campanazo. Voy a salir a regalarle una rosa a un inglés y tomarme una birra con una catalana... ya podía.
Una abrassada conpay!
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